miércoles, 23 de noviembre de 2011

Montaraces del Norte IX

Amon Hith: la Colina de la Niebla. Así que era cierto.

Habían escondido el carro, lleno de lingotes de metal para armas, todos con una runa que no supieron reconocer; interrogado al salteador (que al final había muerto desangrado) y buscado un escondrijo para pasar la noche. Poco habían sacado del pobre hombre: Seregring era su líder -el de la cicatriz horrenda, dedujeron- y que su base estaba en una atalaya al norte de las Colinas del Viento.

Descansaron esa noche bajo la nevada, para descubrir al alba que el carro ya no estaba en su escondite. Lo había escondido Díndae que, arrepentido, comenzó a buscar el rastro con rapidez. No fue difícil para un montaraz como él. Las líneas paralelas de las ruedas guiaban en dirección noreste y luego este, circunvalando por el norte las Colinas. El rastro se veía con claridad. 
Reflexionando mientras seguían el rastro, Kargor recordó gracias a sus conocimientos de la historia de la zona una atalaya llamada Amon Hith, la más septentrional en las Colinas del Viento, que servía de vigilancia ante los ataques desde Angmar. Llevaría abandonada tanto como Amon Sûl al sur, cientos de años... ¿Habrían osado ocuparla?
Decidieron atajar por las Colinas, en lugar de rodearlas por el norte. Escalaron y treparon entre la nieve y las rocas, y consiguieron llegar al anochecer a una quebrada alta desde donde, ocultos bajo la luna menguante, veían la torre de Amon Hith. 
Se trataba de una atalaya pequeña, compuesta por tres torres: una alta, de unos veinte metros de altura y dos menores, de unos doce. Estaban colocadas en "L"  con la torre alta al final del lado largo y una torre baja en cada punta del lado corto y, cerrando el círculo, un muro de unos diez metros. Se erguía solitaria en las lomas orientales de las Colinas, con una vista clara del noreste. Había hombres, varios. Al menos dos sobre la torre alta, y algunos por el patio. Esa noche vieron con horror cómo una nube negra se cernía sobre la atalaya, y giraba concéntrica sobre ella. Un fulgor rojizo tiraba sombras por doquier. 
Los tres compañeros se pusieron a cubierto, y acamparon en un lugar cobijado por rocas y arbustos. Lograron encender un fuego pequeño y cenaron algo caliente,y pensaron en la siguiente jugada.

Fue entonces cunado se acordaron del texto en letras élficas que habían encontrado en la cueva del troll. Lo desplegaron y, ahora sí, las letras se formaron bajo la luna menguante. El texto parecía antiguo, y hablaba de heredades. De una familia, la de Alqualösse, proveniente de Gondor, de Dol Amroth. Dos hermanos nacieron, y el mayor se quedó con las tierras familiares del sur y el otro con tierras en Arnor. Al parecer el hermano menor llegó al Norte, pero de alguna forma sus herederos perdieron tanto este documento como el anillo de Cisne. Quizás la daga élfica fuera un reliquia familiar también.

Al amanecer siguiente se arrastraron de nuevo hacia Amon Hith, y pasaron allí varias horas. Observaron a los salteadores: sus movimientos, sus horas de guardias, sus entradas y salidas. Vieron cómo el carro con el metal entraba a primera hora de la mañana custodiado por varios soldados y por el propio "hombre de la cicatriz en cota de malla" que habían visto en el ataque: Seregring. Vieron también cómo volvía a partir al noreste, y cómo varios soldados entraban dentro de una edificación interior  con un Enano. Un hombre entraba detrás de él, con tenazas, martillo y punzones... ¿intrumentos de tortura?

La tarde cayó sobre ellos junto con una buena cantidad de nieve y, viendo que la torre estaba ocupada por unos quince o veinte hombres, decidieron recular a Bree y notificar de ello a Arador o Argonui. Fue entonces cuando vieron regresar al tal Seregring. Iba a pie al lado de una inmensa figura, y detrás de ellos dos hombres llevando tres caballos de las riendas.
Seregring era alto, casi dos metros; pero la figura con la que caminaba se erguía no menos de dos metros y medio del suelo. Iba tapada por una pesada capa con capucha de color negruzco. Su andar era parsimonioso, casi cojeante. Sintieron un miedo interior y atávico que no pudieron explicar.
Todos en grupo atravesaron las puertas y entraron en la atalaya, y allí se perdieron de vista. ¿Quién o qué era aquello? ¿Con qué nuevo enemigo se enfrentaba el Norte?

Volvieron a su campamento y partieron a primera hora en dirección a Bree.

Tras un viaje rápido y sin contratiempos llegaron a una Bree que estaba llenándose para el Festival de Otoño. Centenillo Mantecona les explicó que, además de comerciantes para la feria , estaban llegando gentes de toda la zona para refugiarse en Bree. Aquella noche la sala común del Poney Pisador estaba a rebosar, y entre el tumulto Díndae distinguió a dos Enanos, los mismos que había visto antes de partir al norte. Se acercó a ellos dejando a Thorongil y a Kargor disfrutar de unas cervezas tibias.
Díndae procuró ser amable y conciliador, explicando que creían haber visto a uno de sus parientes en una atalaya al norte. Los enanos, Nîm y Dôlin, se mostraron curiosos, pero se cerraron en banda (sobre todo Nîm, el mayor) ante el ofrecimiento de Díndae de guiarlos. Se veía que eran gentes muy suspicaces. No queriendo importunar más, Díndae les deseó buenas noches y se fue, maldiciendo por lo bajo la tozudez de tales individuos.
Poco más tarde tuvieron una grata sorpresa, al ver entrar a tres hombres altos que vestían a la usanza elfa. Se acercaron a ellos para saludar.
Dos de ellos, encapuchados, se acercaron al fuego de una de las chimeneas, y el otro, ceñudo, se sentó en un tabuerte cerca.
-¡Salud! -dijo Kargor tirando de su pipa- Seguro que que nos conocemos y, si no, pronto lo haremos.
-Aiya, dúneadain -dijo el hombre sentado-. Pronto lo haremos entonces, ya que no os conozco. Lo que sí conozco es esa pipa de la que tiras. ¿De dónde la has sacado?
-Ciertamente -respondió el montaraz-. Es un regalo de un buen amigo. Su nombre no se pronuncia a la ligera, pero los más allegados lo llaman Arion.
El rostro duro e inflaxible del hombre se suavizó, y una sonrisa lo cruzó al instante.
-Vaya -dijo- Veo que mi abuelo sigue siendo igual de generoso. Pues mi nombre es Arathorn, hijo de Arador, nieto de nuestro señor Argonui.
Los tres amigos vieron el rostro joven y sin duda vieron que se trataba de un descendiente de Valandil.

Pasaron un buen rato hablando con él en la sala privada, y fueron presentados a sus dos acompañantes, que resultaron ser Elladan y Elrohir, hijos de Elrond de Rivendel.
Esa conversación se centró en los viajes de los tres montaraces, de su entrada en Fornost y de su descubrimiento en Amon Hith. Arathorn debía partir a caballo hacia la guarida de Scary, y pidió al grupo que se quedaran en Bree esperando por los refuerzos. Mientras tanto debían proteger al pueblo de más asaltos.

Así lo hicieron, y al día siguiente (Arathorn ya se había marchado durante la noche con sus compañeros) rastrearon todo el contorno de Bree.
Kargor decidió aprovechar y buscar hierbas entre la nieve, probando suerte. Lo que encontró fue una hermosa mujer tirando de un carro de dos ruedas. Ésta le pidió ayuda, y el montaraz comenzó a tirar del carro (refunfuñando un poco, todo sea dicho).
A los pocos metros fueron emboscados por tres individuos con aspecto de sureños. Kargor pensó que la mujer tenía algo que ver, pero vio en sus ojos que no.
Resopló con paciencia y sacó el mandoble de su espalda:
- Va a ser mejor que os larguéis los tres. Y hablo en serio.
Sólo uno de ellos tuvo el valor de cargar contra el montaraz. Cayó al primer intercambio. Los otros dos huyeron.

Un hombre llegó corriendo para ayudar, pero poco pudo hacer. Resultó ser Dírhael, esposo de la mujer, que se llamaba Iorwen. Kargor, junto con Díndae y Thorongil, que habían visto el combate y habían corrido en ayuda de su amigo se dirigieron a Bree. Díndae, atento, se fijó que las huellas de los dos que habían escapado entraban en la ciudad.

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