lunes, 14 de octubre de 2013

¡Invocados!

Los tres estaban en El Pozo, aquel terrible lugar donde, milenios atrás, Dios los había encerrado.

Allí había varios miles de los suyos. Habían pertenecido a las orgullosas Legiones Celestiales, hasta que se habían transformado en "traidores". Traidores a ojos de Miguel y otros como él. Pero habían liberado a la Humanidad... les habían dado consciencia, conocimiento... libertad.

El debate se alargaba: era el tópico del momento. Al parecer el Cerco que cerraba el Pozo se resquebrajaba, se debilitaba. Muchos intentaban agarrar las almas que viajaban aterrorizadas rumbo al Olvido para atormentarlas. Pero poco más que un brazo podían alargar. Pero ahora no: los más endebles de entre sus filas eran capaces de escabullirse por las grietas. 
Los tres estaban en segunda fila, escuchando. Eran poderosos ángeles, pero no querían protagonismo más allá del que ya se les concedía por ser ellos mismos... Samael, Malaquiel y Arioch.
La vista descendía a través de centenares de bancadas, al final de las cuales el orador de ese momento se expresaba. La vista de los tres se nubló, se montó sobre otra vista como quien ve dos imágenes transparentes una superpuesta a la otra. Como si de un latigazo en la mente se tratara, pasaron de estar en el debate a estar cogidos de las manos con tres humanos, vestidos con hábitos extraños. Hacían un corro alrededor de un dibujo en el suelo de un sótano de piedra, una estrella de cinco puntas enmarcada en un círculo, todo adornado con escritura cabalística... alguna de ella angélica.

Se reconocieron en cuerpos humanos y, por primera vez en toda su existencia, sintieron hambre, sed, cansancio... sudor en la piel. Los tres humanos miraron al pentáculo y, decepcionados, dijeron mirando al cuerpo de Arioch: "lo siento, monsieur Liddenbrock: el ente no ha aparecido. Hemos fracasado de nuevo". 

Los tres se miraron estupefactos, mientras una oleada de recuerdos nuevos llegaban a ellos desde la mente de sus caparazones mortales: Axel Liddenbrock, diletante; Vincent Lafer, médico; Juan Montoya, un esoterista.

Aquello era Versalles, una casa noble, propiedad de Liddenbrock. Era 1889, fin de una época, inicio de otra. Y ellos habían sido invocados por error para esa misma gente, diabolistas que pretendían capturar a un ángel caído para que sirviera a sus oscuros fines.



Pues, en su ignorante inconsciencia, habían traído a tres.