lunes, 31 de octubre de 2011

Montaraces del Norte VII

Pasaron esa noche y todo el día siguiente en Norburgo con Argonui, Hilgor, Angion y Morgil.

Allí aprendieron sobre hierbas, sobre tradición y sobre algunas historias contadas a la luz y el calor del fuego. Entre todos limpiaron  la ciudad de cadáveres orcos. Díndae sugirió colocar las cabezas de los caídos en picas en las puertas exteriores como advertencia, pero Argonui dijo que no: prefería que los orcos no supieran qué pasó con sus compañeros que saberlo y revelarse a ellos de esa forma... los montaraces dependen del sigilo y de su discreción.
La amarga separación (sobre todo para Kargor) llegó al día siguiente. A medida que se alejaban de Fornost, mirando atrás y viendo cómo la manta de nieve se hacía más amplia entre ellos y la ciudad abandonada. Kargor miraba atrás y recordaba. Le había pedido a su señor servir en su escolta personal, pero Argonui, con cariño, había rechazado su ofrecimiento. Para compensar se habían intercambiado regalos: el Jefe de los Montaraces le había regalado su pipa y él un poco de hierba de la Cuaderna del Sur.
Tres días largos de camino los separaba de Bree y de los cálidos hogares del Poney Pisador. Siguieron ciñéndose al Camino Verde para viajar más rápido. Cuanto más al sur menos nieve caía, pero una capa blanca cubría toda la ruta y las tierras circundantes. Les pareció ver, con el rabillo del ojo, algo moverse entre los montículos de nieve... Díndae incluso disparó un par de flechas, pero nada más vieron... ¿Lobos?
Bree no los acogió bien, y el guarda de la puerta fue muy brusco y hostil. Al final reconoció a Kargor como el viajero que había cantado unas noches atrás en el Poney. Los dejó pasar a regañadientes.
El Poney estaba vacío, pero el señor Centenillo Mantecona los trató igual de bien que siempre. Parecía nervioso, eso sí. Dejando sus cosas en la habitación, Díndae y Kargor bajaron a cenar en la sala privada; Thorongil prefirió encamarse y cenar simplemente unas tostadas y leche con miel.
La cena, exquisita como siempre, tuvo como postre una conversación con Centenillo: las cosas iban mal. Al parecer indeseables habían rondado la zona, ladrones y salteadores de caminos, y había problemas con el comercio a y desde La Comarca. Algunas personas habían aparecido muertas en los caminos. De los sureños que habían investigado la última vez no había ni rastro, "y algunos hemos sumado dos más dos, si usted me entiende" dijo Mantecona.
Díndae decidió salir de noche y visitar la casa de los sureños. Mientras se preparaba intentaba presionar a sus compañeros para que alguno lo acompañara, pero ambos veían inútil el paseo bajo una incipiente nevada nocturna. El paseo fue corto e infructuoso: Díndae esquivó al guarda de la puerta sur, que regresaba de ser relevado, y logró abrir el cerrojo con sigilo y gran destreza, pero el interior estaba limpio y sin rastro. Dedujo que, tal vez, el concejo mandaba a limpiar estas casas para que nuevos inquilinos las encontraran a su gusto. Lógico.
A la mañana siguiente madrugaron y, al bajar a la sala común para el almuerzo, se encontraron con un conocido: el anciano viajero al que llaman Gandalf. Conversaron con él en cofianza, y le contaron sus planes:
 -Cumplir las órdenes de Argonui -dijo Kargor. - Ir a La Comarca y ayudar a la pequeña gente a reunir provisiones... Este invierno las van a pasar canutas: no te queda duda, anciano.
Pero Díndae, ceñudo, miró las imperfecciones de la mesa redonda de madera... los surcos recorrían la superficie, y no se veía dónde comenzaban, ni dónde acababan; algunos se unían y entrelazaban, otros se separaban.
-Yo no -dijo.-Hay en todo ésto de los salteadores algo que no me gusta. Creo que debemos investigarlo ahora que estamos aquí.
- Pero La Comarca -exclamó Kargor. -Debemos cumplir la orden de nuestro Capitán. Éso es prioritario: recuerda que somos sirvientes de nuestro señor; somos soldados juramentados, regidos por nuestra lealtad.
- Lo sé de sobras, Kargor -la mirada de Díndae no mostraba duda de ello-, pero creo que ahora somos realmente necesarios aquí. La Comarca, siguiendo el Camino del Este está a sólo un par de días... en una mañana podríamos rastrear la zona un tanto y averiguar algo, ver si tienen una guarida o algo así, y zanjar esta cuestión de raíz. Somos Montaraces del Norte, y mantener la paz del Rey demostrando a esos desalmados que esta tierra no es suya también es cumplir con nuestro señor Argonui.

Los dos se miraron, como midiendo el peso de sus argumentos. Thorongil miró a sus amigo y al mago, y continuó mirando afuera desde las ventanas del Poney, viendo caer la nieve en el pueblo, pero con la mirada ausente.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Montaraces del Norte VI

La herida no era gran cosa, pero dolía. Díndae la vendó bajo la mirada crispada de Thorongil. Qué mala suerte había tenido.
Los tres miraron al muro exterior de defensa de Fornost, y comenzaron el camino hacia las puertas derribadas hace tantos y tantos años. Díndae cargó el arco, Kargor cogió la espada con las dos manos y Thorongil tenía su espada y su daga. Eran tres montaraces del Norte, y nunca aceptarían orcos en Fornost.

Las puertas eran de acero, pero hacía mucho que artificios poderosos y hechizos terribles las habían arrancado de los muros y ahora yacían inertes, decoradas con las figuras de antiguos reyes ahora irreconocibles bajo la herrumbre, el barro, la hierba... Las otrora majestuosas puertas de Norburgo de los Reyes eran ahora un mero obstáculo para los tres dúnedain que, después de un momento donde en sus corazones se mezcló asombro, congoja y pesar, desviando la mirada de tan dolorosa visión, se internaron en la primera línea de muro.
Fornost contaba con tres murallas protegiendo la ciudad: una exterior que daba entrada a una zona de defensa; luego venía la primera muralla de la ciudad propiamente dicha, que protegía la ciudad baja; una tercera muralla protegía la ciudad alta. Una cuarta muralla cercaba la Ciudadela, donde se encontraban el Palacio y las edificaciones más regias y nobles de la capital.

Cuando llegaron a la Ciudad Baja, siguiendo un rastro difuso de orcos, quedaron de nuevo anonadados por la grandeza de la ciudad, a pesar de su oscuridad y abandono. El viento arrastraba sonidos de muerte, y el terror comenzó a apretar sus corazones. En la entrada de la ciudad había una estatua, alta y regia, mirando al oeste con brazos oferentes... pero era triste y terrible, pues los incontables años desde la caída de Fornost la habían  dejado irreconocible. Incluso alguien versado en antiguas tradiciones como Kargor fue incapaz de saber de qué rey se trataba, o incluso si lo había sido de Arnor o de Arthedain...
Fue entonces cuando Díndae, apuntando con el arco, vislumbró algo tras la arcada de un balcón: un sonajero... éso era lo que, seguramenta a miles por toda la ciudad, causaba aquel sonido inquietante. Se relajaron ante aquel descubrimiento, seguramente una trampa para gentes menos intrépidas. Entraron en una calle, seguramente la de los Lampareros, por lo que pudo inferir Kargor... Cuántas lámparas fueron fabricadas aquí por artesanos dedicados; a cuántos corazones apaciguaron con luz brillante en noches oscuras; a qué lugares remotos habían llevado la luz, más allá de Tharbad, a Valle, a Gondor... Kargor no podía saberlo, tal vez nadie.

Siguiendo la línea recta de la relativamente estrecha calle de los Lampareros llegaron a un punto donde el rastro se perdía: la piedra lisa estaba limpia, tal vez por la lluvia de días anteriores, pero no había ni polvo ni barro... ni rastro. Metros atrás Díndae cubría a sus dos compañeros. Ninguno vio al orco que asomaba oculto por un balcón, arco cargado y listo, salvo al último momento. Kargor y Thorongil corrieron cubriendo sus cabezas, y el disparo erró por poco a los pies del primero.
Díndae avanzó unos pasos, apuntó y atravesó el cráneo de la asquerosa criatura. A cubierto por la balaustrada, Kargor buscó la puerta, viendo sólo unas escaleras ascendentes la mitad de ellas ocultas por la oscuridad, y se disponía a atravesar el umbral hacia el piso superior sin pensar en las consecuencias. Con la mente más templada, Thorongil agarró su hombro y lo empujó contra la pared, gritando en un susurro un "¿Pero qué crees que haces? ¡Piensa un poco!".
Kargor se quedó apoyado contra la pared, con los ojos llenos de rabia, pero acongojado por la emboscada en la que podría haber caído. Thorongil se adelantó, sabiéndose a cubierto desde la calle por Díndae. Asomó por el umbral de la puerta (ninguna de las casas contaba realmente con puertas: la madera se había podrido hace mucho en demasiadas de ellas) y sólo vio negrura. Con cuidado, y atento a cualquier ruido, comenzó a ascender. La escalera surgía directamente del suelo de la habitación. Asomándose lenta y cuidadosamente, Thorongil miró alrededor. Nada. Emergía a un cuarto amplio con varias puertas y una balconada en cuyo balaustre colgaba inerte el orco que Díndae había matado, pero no había rastro del otro. Dos pequeños macutos se apoyaban contra la pared.
Recuperado, Kargor subió a ayudar a su compañero, mientras Díndae, con otra flecha lista desde hacía rato, no perdía ojo de cualquier movimiento. Thorongil registró las habitaciones, vacías, pero un claro rastro apurado llegaba hasta el otro extremo de vivienda y parecía descender por una calle paralela a la de los Lampareros. En los macutos Kargor no encontró más que escoria orca, salvo un curioso mapa compuesto de tablillas cosidas, que, tras pensarlo un poco, parecía de la propia Norburgo... ¿orcos explorando la ciudad?

Thorongil repartió órdenes: Díndae y Kargor seguirían al norte por la calle de los Lampareros, y él se descolgaría por la paralela al otro lado de la vivienda, también al norte. Apuraron el paso y, al llegar al lugar donde ambas calles se unían, cerca de la muralla de la ciudad alta, el orco los emboscó. Thorongil vio al orco a cubierto en la calle, pero no pudo avisar a sus compañeros. Díndae avanzaba rápido y agazapado, con el arco a un lado cargado y Kargor detrás a pocos pasos, y no vio al orco ante él, a unas 15 yardas, hasta que fue tarde. El snaga sonrió, y justo antes de poder disparar cayó al suelo con dos flachas atravesándole el pecho. Todos se miraron y luego miraron la dirección de donde podrían haber surgido las flechas. Un personaje embozado, con capa hasta los tobillos y un hermos arco largo de tejo salió de las sombras y saludo cortésmente al grupo. Echando atrás la capucha enseñó un rostro curtido por los años, con mirada austera e inflexible, pero a la vez bondadosa. Alto, de pelo negro y ojos grises, poca duda había de su origen.
- Aiya, isil síla lumen omentielvo -dijo el recién llegado.
- Sin duda la luna ha brillado en nuestro encuentro... si sólo estáis vos aquí, señor, un disparo así es realmente digno de alabanza. Pero, ¿quién sois y qué hacéis aquí? -dijeron los muchachos- Nosotros somos montaraces y vos sin duda pertenecéis a los Fieles del Oeste, o nuestros ojos nos engañan- Así dijeron, pues en el arquero veían el rostro de alguien de la estirpe de Númenor.
- Mi nombre es... Arion -respondió el arquero.- Soy montaraz también, y vengo de tanto en tanto a Norburgo, pues es una zona que mi grupo tiene asignada.
- ¿Grupo? Entonces no estáis solo. Ya me lo figuraba al ver las dos flechas - dijo Díndae.
- En verdad estaba solo, hasta ahora. Las dos flechas son mérito de la destreza; una desteza que, con la práctica de los años también os llegará a vos... si el frío de la noche no nos convierte en estatuas de hielo. Burrrr! ¡Seguidme! Tengo un brasero oculto en una casa cercana.
El paseo fue corto, pero muy agradable. Arion les explicaba qué calle era ésta o aquélla, que hacia allá estaban los mejores parques con fuentes chorreantes, o que allí era donde estaba la gran biblioteca pública, menor que la de Annuminas, pero abierta a todos. Diez siglos atrás, claro.

Arion ocupaba una casa de dos pisos, y escondía un brasero ardiente en el piso superior, difícil de ver desde la distancia al ser aquél un edificio oculto entre otros más altos, y difícil de ver desde la calle, al estar la habitación en zona interior y con pocas ventanas, todas cerradas con contraventanas. Arion había conseguido que las brasas casi no humearan. Trucos de montaraz viejo, supusieron.
Compartieron cena y detalles de sus misiones. Al parecer el grupo de Arion debería volver raudo desde Annuminas, mientras él registraba Fornost. Ellos tres explicaron lo que habían visto y vivido: los lobos, el troll, los orcos... el Frío.
Intentaron llegar a una conclusión (¿era el Frío producto de Angmar? el Rey de las Brujas había sido expulsado de aquel infecundo lugar en tiempos del desafortunado Rey Arvedui, y no había vuelto... ¿o sí? Y, ¿por qué se acercaban los orcos a Fornost... y con un mapa? ¿Y la daga élfica y el anillo de Cisne, y el texto oculto del pergamino? ¿Qué hacían en la cueva de un troll?) pero el sopor cayó sobre ellos.


Fue en la segunda guardia (la de Díndae) en que éste oyó ruidos por la ciudad. Tomó la daga élfica y se acercó a la puerta de la estancia, y una exclamación de asombro se ahogó en su garganta: ¡la daga tenía un ligero brillo espectral por toda su hoja! Pero, de repente, al brillo cesó.
A los pocos minutos, el asombrado Díndae escuchó ruido en el umbral... había alguien entrando en la casa. Rápidamente despertó a Arion y al resto, sólo para ver cómo tres altos hombres entraban en la casa, com mirada curiosa, Arion los saludó y presentó al resto. Somnolientos, compartieron una ligera cena con los tres recién llegados: Hilgor, Angion y Morgil, también montaraces veteranos del Norte.
Compartieron últimas noticias, y negaron que los orcos fueran tantos, no así los lobos. Acababan de matar a unos orcos justo en la ciudad baja, pero no se veían en gran número. Debían quedar pocos y no se arriesgaban ni exponían.
- Los enanos los habían masacrado en las Montañas Nubladas en tiempos de Arathorn, vuestro padre. ¿verdad mi señor?
Los tres bisoños se quedaron de una pieza. Díndae lo adivinó primero por el trato que dispensaban a Arion... Arion, claro: un juego de palabras... "Hijo de Reyes". Aquel que tenían delante no era otro que Argonui, hijo de Arathorn, Jefe de los Montaraces del Norte, padre de su capitán Arador. Éste sonrió.
Siguieron hablando, ahora más comedidos y usando más el raciocinio que la pasión propia de la juventud, pero el debate no decayó. Tal vez, dijeron, sabían de su presencia en Norburgo y por eso se habían atrevido a entrar en la ciudad. Pero, ¿y los lobos? ¿por qué su presencia, y comandados por huargos? ¿y el Frío? El Frío, que pareció escuchar ser mencionado, hincó aún más sus dientes y, ante el asombro de todos, Argonui se levantó por impulso y abrió el ventanuco: enormes copos de nieve caían cubriendo la ciudad con una capa blanca.
Procuraron avivar las brasas y se arrebujaron, quedándose Angion de guardia.
Los tres compañeros durmieron a pierna suelta, y soñaron. Un enorme mar blanco cubría todo. La nieve sepultaba el mundo y Argonui, junto a ellos, les sonreía como un abuelo bondadoso. Pero pronto les decía que debían continuar su viaje, y él se alejaba en dirección a lo más profundo de la nevada.
Se despertaron hacia mediodía, a la vez y sorprendidos de haber dormido tanto. Un almuerzo caliente les avivó el ánimo, y Hilgor les indicó después dónde estaban algunos de los almacenes ocultos donde rearmarse. Díndae sustituyó su arco y sus flechas por un arco largo, parecido aunque de menor linaje que el de Argonui. Thorongil, por su parte, tomó una jabalina y un nuevo escudo, en sustitución de los que el troll le había destrozado.

Esa mañana se prepararon para partir al sur, cosa que Argonui les había pedido: que avisaran a Bree y a la Comarca, y que convencieran a Arador de reunir provisiones para el cruel invierno que, fuera cual fuera la causa, se avecinaba.

martes, 18 de octubre de 2011

Montaraces del Norte V

El sudor perlaba su frente y el cansancio atizaba sus piernas, pero los montaraces no podían, no debían, dejar de correr.


Llevaban varios minutos corriendo campo a través, cruzando la noche como silenciosas figuras, aprovechando el viento racheado para no ser detectados ni por los lobos ni por sus jinetes. Se refugiaban entre las grandes piedras que surgían del suelo oscuro, mientras la luna creciente se ocultaba tras nubes negras y la penumbra lo ocupaba todo.
Casi sin poder hablar se detuvieron, a cubierto tras unos arbustos secos y unas rocas. fue entonces cuando se percataron: ¿dónde estaba Kargor? Díndae y Thorongil miraron desesperados alrededor; en algún momento se habían separado, y el guerrero debía haber perdido el rumbo. Era el menos experto en rastreo u orientación, y éso desalentó a sus compañeros. Rápidamente recularon, viendo de lejos en la oscuridad las sombras recortadas de algunos de sus perseguidores. Intentaron recordar lo que les habían contado de esta región: Las Colinas de los Vientos, o del Tiempo, según con quien hablaras. Se encontraban en la linde norte. Sesenta millas al sur encontrarían la atalaya de Amon Sûl, y a la misma distancia, al norte, Fornost Erain. En esta zona había ciertos riachuelos, y los dos montaraces se dispusieron a buscarlos para ocultar su rastro mientras volvían a por Kargor. Durante cerca de una hora rastrearon y buscaron pistas de dónde podría haber ido, pero la búsqueda combinada con intentar no ser detectados por los orcos era tarea árdua. 
Un grito cercano, sordo y doloroso, llegó a sus oídos. Avanzaron con cautela, atravesando una pequeña corriente fría que manaba de las colinas y, pocas yardas adelante, vieron a un guerrero frente a un huargo. Blandía un mandoble en guardia relajada, esperando el ataque. El bulto de un orco en el suelo, muerto, se distinguía a pocos metros del espadachín. 
El huargo huyó, y Kargor miró a los dos recién llegados con una sonrisa.
- ¿Dónde os habíais metido? -susurró mientras limpiaba su espada.

Kargor corrió como el que más, pero llegó un momento en que se percató de que corría solo. No veía por ninguna parte a ninguno de sus compañeros, pero notaba el aliento de los huargos a su espalda. Logró escabullirse entre matorrales, arbustos y roca viva, hasta que cayó de bruces sobre un lodazal cubierto de helechos. Un olor agradable y penetrante lo impregnaba todo.
Kargor preparó la espada, pero se mantuvo tumbado de frente. Un huargo con jinete pasó muy cerca, a menos de diez yardas, pero siguió como si no hubiera detectado su presencia. Tal vez las fragancias aromáticas lo protegían.
Al fin vio que el lobo giraba y olisqueaba, y Kargor decidió dar la cara. Se puso en pie, y el jinete cargó de frente contra él. Ambos contendientes lanzaron sus ataques, pero la rapidez del dúnadan fue superior... La mano mutilada del orco, con la espada todavía aferrada, voló por los aires. El jinete rodó y cayó al suelo, mientras el lobo resbalaba por el lodazal , consiguiendo frenar a unos quince metros del montaraz.
Remató al orco y corigió su postura para enfrentarse al huargo. Los ojos rojos de la bestia, más pequeña pero igual de temible que la que habían matado en el aserradero de Chet, eran dos ascuas  flotando en el aire.
Entonces Kargor oyó un ruido que venía de su flanco derecho. Sonrió, pensando que cuantos más, mejor. Miró y vio acercarse a dos figuras altas. El huargo giró sobre sus patas traseras y huyó.
Reconociendo a sus amigos, el montaraz sólo pudo mirarlos curioso con su eterna sonrisa dibujada en el rostro.
- ¿Dónde os habíais metido? -susurró mientras limpiaba su espada.

 El orco no llevaba nada de valor, pero tenía unos extraños símbolos, como tatuajes hechos con quemaduras, que podían representar antiguos ideogramas de Carn Dûm, el bastión de Angmar.
Carn Dûm... el horror del Norte
Decidieron acercarse al campamento orco, intentando reunir información. Kargor, escarmentado, prefirió quedarse cerca del riachuelo, mientras Díndae y Thorongil se acercaban a una ligera colina de piedra cubierta de setos. Al otro lado estaba el campamento. De repente, de las sombras surgió un orco. Estaba a unos 20 metros, y miraba en otra dirección. Thorongil iba a recomendar un plan de acción cuando, pillado por sorpresa, Díndae reaccionó por instinto: la flecha salió de su arco antes que Thorongil pudiera decir "Elbereth", y se clavó con gran precisión en el torso del orco, matándolo casi al instante.
La vergüenza tño de rojo la cara del arquero, mientras Thorongil callaba con rostro duro una reprimenda, seguramente merecida. Todos eran bisoños y novatos, pero el error era imperdonable en las tierras salvajes.

Acercándose, vieron que desde el campamento parecían haberse percatado de la desaparición del vigía, y alguno de los orcos se acercaba a curiosear, con paso lento y atento. Los dos montaraces decidieron alejarse en dirección a Kargor. Parecían predestinados a no acercarse a aquel grupo.
Fornost Erain: Los Muros de los Muertos

Los tres dúnedain ocultaron su rastro siguiendo el riachuelo al este, acercándose a la linde norte de las Colinas del Viento. Acechantes, subieron por las colinas, viendo cómo el terreno iba quedando cada vez más abajo, y vislumbrando el fuego de campamento de los orcos. Allí, entre rocas y brezos, acamparon. Se arrebujaron en las capas y establecieron un orden de guardias, siempre vigilando la ruta que habían usado y el campamento. Poco duró la guardia, ya que los orcos decidieron levantar el campamento cuando la luna estaba en el cénit.
Parecía que seguían rumbo noreste... Las llanuras de Eriador, tal vez rumbo a Carn Dûm, el Monte Gram... Angmar... Era una ruta inútil, pues sabían a dónde llevaba. Al amanecer bajaron y rastrearon el campamento. Kargor recordó la fragancia de las plantas donde se había escondido, y se la describió a los otros dos que, pensativos y olisqueando sus ropas, decidieron que se trataba de la hoja de Ur, un matorral que suele dar bellotas comestibles, capaces de matener a un hombre activo un día entero. Pero al rastrear la zona vieron que la planta estaba malograda, y que quizá era por el brusco cambio de tiempo que se avecinaba.
El criterio de Kargor (seguir rumbo a Fornost) prevaleció, y se prepararon para 4 días de marcha al norte.
Se detuvieron lo necesario (consiguiendo cazar un jabalí, que sumaron a sus provisones) y los muros de Fornost aparecieron ante ellos, agazapada bajo las Quebradas del Norte.

En el camino se detuvieron, caída la noche del cuarto día desde que partieran de las Colinas de los Vientos, en una loma baja y pedregosa, a admirar los muros de Norburgo, la otrora capital de Arthedain, ahora abandonada y solitaria.
Díndae agarró, de pronto y sin mediar palabra, a sus dos compañeros de las capas y los tiró al suelo: una pequeña fila de orcos, ocho desde aquí, se encaminaba a la puerta de la ciudad. Los observaron un rato, y al final vieron cómo el grupo se dividía: cinco se quedaban fuera, atentos a la ciudad, y dos orcos arqueros entraban agazapados. Los montaraces casi podían oler su miedo.

Thorongil los guió: se acercaron, cubriéndose por la noche, los matorrales y las rocas, hasta una posición en embudo donde él y Kargor podrían atacar a los orcos que se acercaran entrando de uno en uno, y Díndae los atravesaría con sus flechas.
El primer disparo impactó en el hombro del que parecía el más grande, un orco de poco más de metro y medio. Tres echaron a correr hacia ellos, mientras un cuarto ayudaba a su jefe. La trampa estaba servida. A medida que se acercaban a Díndae, o morían por sus flechas, o atravesados por las hojas de los otros dos dúnedain. La lucha fue corta y sangrienta, y el resultado fue el de cinco orcos muertos y un montaraz con un rasguño en un brazo.

Allí, a cubierto por la noche, acecharon las puertas del Muro de los Muertos, mientras recuperaban el aliento, las flechas y se curaban.

jueves, 13 de octubre de 2011

Montaraces del Norte IV

La cueva del troll era pequeña... una guarida solitaria, tal vez.
En su interior encontraron los restos de dos cuerpos reducidos a huesos quemados y mordisqueados. Al principio pensaron que serían dos medianos, pero los esqueletos resultaron ser de dos niños. Por respeto cogieron sus cráneos y los guardaron en un saco, así como sus colgantes (unas bolsitas con amuletos que las madres de los muchachos de las Tierras de Bree cuelgan del cuello de sus hijos... de poco les habían valido a éstos).
También encontraron un pequeño pero pesado baúl entre restos y despojos variados. Díndae sabía cómo forzarlo, y en su interior encontraron un pliego de papel, de factura élfica por los comentarios de Kargor, una daga muy bien labrada y un anillo de plata brillante, en la forma de un cisne de alas desplegadas.

Una vez de vuelta en Archet se dirigieron directamente a la guarnición (un pequeño edificio de piedra de dos pisos y medio, que hace las veces de torre y baluarte de la pequeña población) para hablar con el sheriff, un tal Ham Hojaclara que, impresionado al saber de la muerte del troll (ser que él consideraba mítico) agradeció a los montaraces su intervención, así como el rescate de las calaveras de los muchachos que, seguramente, serían de Combe (los montaraces pidieron al sheriff si podía encargarse de este asunto); mandó recado a Jungo Manzano, propietario de la taberna, para que les cediera sitio para dormir esa noche. Rápidamente el sheriff Hojaclara se puso a redactar cartas, mientras los dúnedain volvían al establecimiento de Manzano. Allí cenaron y debatieron qué hacer al día siguiente.
El plan estaba claro: seguir al Norte, en dirección a Fornost. Al despuntar el alba se prepararon, pero fueron interceptados por en sheriff: pedía si podrían inspeccionar un nuevo aserradero al norte del bosque de Chet, con varias familias con niños. El sheriff temía por sus vidas. Los montaraces aceptaron, claro.
Atravesar en bosque de Chet no es una gran hazaña pero, a sabiendas de las nuevas criaturas que lo poblaban, avanzaron cautelosamente. Thorongil rastreaba el camino al aserradero, Díndae iba detrás borrando el rastro y de paso buscando huellas de otros, mientras Kargor iba en el medio de los dos, deduciendo que así es como viven los reyes.
El rastro al aserradero era claro, y Díndae encontró un rastro de lobos... que también iba hacia allí. En un par de horas llegaron a la linde del bosque y vieron las primeras edificaciones, hechas en madera.
No se oía nada, ni se veía un alma. Díndae preparó el arco, clavó varias flechas en el suelo y cargó otra. Mientras, Thorongil y Kargor, espadas listas, avanzaban... uno por la derecha y otro por la izquierda.

Pocos pasos después, al rodear un almacén, Kargor vio de frente un lobo. Desenfilado para Díndae, pues el edificio lo tapaba, el animal devoraba los restos de un hombre. En las proximidades había más cadáveres, casi todos desmembrados. El lobo, que estaba de espaldas, presintió al dúnadan... se giró y sonrió maliciosamente.
-El siguiente eres tú, montaraz -masculló la criatura con voz sepulcral.
Kargor reculaba sonriendo también, esperando a que Díndae tuviera a tiro al huargo.
- Creo que te equivocas... pronto morirás, y yo me reiré sobre tus restos -Kargor vio cómo Thorongil apareceía por detrás del edificio, a varios metros, pero con la espada lista.
Díndae fue más rápido. Al ver al huargo apuntó con calma desde su posición, y la flecha partió desde su arco en dirección al torso. Quisieron los Valar que el impacto fuera en plena sien, haciendo caer a la criatura de golpe al suelo resoplando. Kargor la remató con jactancia.

Registraron todo y comprobaron que el número de muertos concordaba con el número de trabajadores que el sheriff les había dado. Clavaron la carta en un edificio y partieron siguiendo las numerosas huellas de lobos al noreste: aquella gente merecía ser vengada.
La ruta, yendo a toda velocidad, los llevó a unas millas de la linde norte de las Colinas del Tiempo. Resguardándose en la noche vieron, acampados, a un grupo de no menos de 10 huargos y unos 5 trasgos. Discutían y aullaban en su lengua inmunda. Los tres montaraces se acercaron cuanto pudieron, asombrados ante tal estampa.
La mala suerte quiso que Kargor apoyara mal un pie y arrastrara polvo y piedras, llamando la atención de los acampados...

jueves, 6 de octubre de 2011

Montaraces del Norte III

Cayó la noche y con ella llegó el silencio. El Poney Pisador se vació, y los tres montaraces, después de recibir la simpatía de algunos parroquianos, se agruparon para decidir qué hacer.
Una vez acordado, Thorongil y Kargor siguieron a los dos "sureños", mientras Díndae subía a las habitaciones a por las capas y las espadas. 
El más joven de los tres, cargado con ese equipo, acabó encontrando a los otros dos  ocultos tras la esquina de una casa... Al parecer los dos individuos se habían colado en una de las casas que daban al Camino del Este. Era de planta baja, cuadrada y de ladrillo, con un sucio y descuidado jardín en la entrada que contrastaba con el de las dos casas lindantes; se encontraba a unos 150 metros de la puerta del sur. Thorongil se acercó para husmear, pero sólo logró ver el interior (austero, iluminado sólo por las brasas de la chimenea), con los dos sureños dentro. Hablaban mientras uno comía, en un idioma extraño y desconocido para nuestros montaraces. Contra la pared había un cayado, en el suelo bártulos de viaje y, girando alrededor de la casa, vió un establo pequeño dentro del cual descansaba un poney de monta.

Decidieron, ya que no veían nada irregular en ello, volver a la posada con una excepción: Díndae se quedaría un rato más. Y así, mientras los otros dos descansaban, el joven montaraz vigilaba la casa. Casi un par de horas después, pasada ya la medianoche, uno de los sureños salió de la casa y, sin despedirse, cogió el poney y puso rumbo este. Díndae viajaba entre las sombras, imperceptible, mientras el sureño atravesaba la puerta después de intercambiar unas cortas palabras no demasiado agradables, por lo visto, con el guarda. Mientras cerraba y se acomodaba, Díndae lo saludó, lo que provocó un terrible susto para el hombre.
-¡Uno no se puede acercar así a otra persona, caballero, si usted me entiende! Es impropio y poco decente. 
Díndae se disculpó, y trató con amabilidad al vigilante, trantando de averiguar algo del sureño. Nada sabía, salvo que venían de Carcad, o Zartán, o algo así (Tharbad, infirió el dúnadan).  
Díndae pidió permiso para salir de la ciudad, pero el vigía le respondió que luego no podría volver a entrar... órdenes del alcalde. El dúnadan se despidió de todas maneras, resuelto a seguir el rastro del sureño y su poney.
Y así lo habría hecho de no haber confundido las huellas... con las de un caballo rumbo al este. Tarde (casi dos horas después) fue cuando se dio cuenta de su error, y se vio obligado a volver a Bree. Saltando la cerca del pueblo como una sombra que cruza la noche, Díndae volvió a la posada.
Al día siguiente compartieron almuerzo y novedades, y Kargor preguntó al muchacho que les preparó el desayuno datos sobre la casa de los sureños. Resultaba que era una casa del concejo de Bree, de un lote propio que solía alquilar a comerciantes y demás viajeros, sobre todo cuando el Poney Pisador estaba lleno, o para largas estancias, como por ejemplo la Feria de Otoño. Poco más pudieron averiguar del tema, así que decidieronpartir hacia Archet, donde el señor Manzano había matado aquel huargo.
Archet está muy cerca de Bree, a poco menos de 3 millas siguiendo el Camino Verde y luego internándose por una senda en el interior del ubérrimo bosque de Chet. Para unos montaraces, incluso novatos, fue un paseo matutino.
 
Una vez allí conocieron a un hobbit jovial que regentaba una taberna que resultó ser familiar del tal Manzano. Allí esperaron a que viniera del campo a tomar su segundo desayuno. Se presentaron, intentando ser amables, y consiguieron que un en principio arisco y luego más tratable hobbit les hablase del huargo.

Todo era verdad: Fungo Manzano cazaba en el bosque de Chet, siguiendo el rastro de un cervatillo, cuando un huargo enorme (qué no es enorme para un mediano, me pregunto) le salió al paso y se avalanzó sobre él. El hobbit soltó la flecha y ésta, guiada tal vez por el mismísimo Oromë, se incrustó en el ojo de la bestia, matándola al instante. Varios testigos acudieron, dando fe de todo, pero en menos de un par de horas la criatura se deshizo, dejando tan sólo hierba quemada. En aquella alegre taberna, a la clara luz del sol frío de finales de septiembre, era más fácil hablar, por lo que también se enteraron que no eran sólo huargos lo que se empezaban a ver por el bosque... otras criaturas terribles rondaban, llegadas tal vez del Norte. La palabra troll se oyó más de una vez. Los tres dúnedain decidieron ir al lugar del encuentro, con la esperanza de encontrar algún rastro.
En poco tiempo llegaron, y vieron sin lugar a dudas la tierra quemada en un claro, justo donde el hobbit les había dicho que estaría. Rastrearon la zona, y la fortuna del acompañó de dos formas: Thorongil encontró un par de plantas de athelas frescas, y un rastro, pero no de huargo... efectivamente, los trolls de Etten habían bajado hasta Chet.
Siguiendo el rastro dieron con un talud en cuya bajada había una pequeña cascada que daba a un riachuelo escuálido. Cerca se habría una entrada de roca, una pequena cueva en la que el rastro parecía acabar. Díndae miró al cielo: cerca de las cuatro de la tarde... Había tiempo.
Ni cortos ni perezosos recogieron leña seca y leña y hojas verdes, para hacer una fogata que expulsar mucho humo, con la intención de llenar la cueva y provocar que los trolls salieran al exterior. El truco funcionó en parte: un furioso troll de los bosques se perfiló más allá de la entrada. Thorongil, confiando en la luz diurna, se acercó a la entrada: una roca salió volando del interior y lo hubiera matado de no haber estado protegido por el escudo. Asombrado, se levantó del suelo mirando las tiras de cuero y astillas que colgaban de su antebrazo izquierdo, y rápidamente se apartó de la línea de tiro del troll. Arrojó su jabalina al interior, pero de nada sirvió.
Díndae, con la tranquilidad que el sol le proporcionaba, comenzó a disparar a voluntad su arco corto. De las ocho o diez flachas que usó, pocas consiguieron hacer mella en la enorma criatura. El tiempo pasó y, las flechas se tornaron de fuego (con tela y aceite) intentando hacer más daño al horrible ser.
Pero la oscuridad caía y las nubes la apoyaban. En un intento desesperado, y bajo la oscuridad que ahora lo protegía, el troll salió al exterior. Díndae lo asaeteó mientras Thorongil plantaba cara... ¿Cuánto podría resistir? Uno, dos golpes de aquel garrote, quizá. Pero Kargor, que no había estado ocioso, cayó desde lo alto del talud sobre el troll.
-¡Arnor! -gritó mientras su mandoble se hundía en la carne del troll.
Éste, dividido entre los dos dúnedain, y atento a las flechas que impactaban contra él continuamente, no pudo hacer demasiado. Una estocada de Thorongil, un ligero corte, fue suficiente como para distraerlo y permitir que Kargor, tomando su arma con la técnica de la media-espada, atravesara a la infecta criatura.
Quisieron los Valar que, al caer el troll al suelo, se abrieran de nuevo las oscuras nubes, tornando carne sanguinolenta en roca.

Impresionados por lo que acababan de hacer (bueno, Kargor nunca admitiría ésto) los tres dúnedain entonaron una íntima y susurrada oración de agradecimiento mirando al Oeste.