domingo, 4 de mayo de 2025

Extraños encuentros (1)

     Las primeras noches fueron muy difíciles para los tres recién nacidos. 

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Por un lado Thompson tuvo que engañar a su servicio (diez personas) sobre una extraña dolencia que impedía que saliera de día. El doctor Grüber la certificaba, pero él mismo era víctima reciente de ese mal. Ambos compartieron momentos hablando de la dolencia, de sus síntomas incapacitantes, de su carencia de apetito, pero también de su necesidad de cubrir otro tipo de ansia.

McKenna pasó algunas noches perdido tras casi entregarse a la policía y matar uno de los caballos de la viuda Thompson en un ataque de Frenesí.

El doctor Hall, más experientado en vivencias, pero carente de contacto con otros seres de la noche, intentó educarlos en lo que sería su nueva existencia no como pacientes infectados por una dolencia con posibilidad de cura... sino como malditos condenados.

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Intentando encontrar la forma más discreta de alimentarse Thompson organizó una fiesta. "No más de 25-30 invitados" le dijo a su mayordomo Carson. Y así se hizo, y sus tres nuevos compañeros fueron invitados. En esa fiesta la viuda logró alimentarse de uno de sus jóvenes invitados, bajo las recomendaciones de los médicos.

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Pero un no invitado irrumpió en la casa Thompson. Bueno, no podríamos decir que irrumpió, porque lo hozo con la mayor de las discreciones y educación. Era alto, pálido; de rostro afilado adornado por una lacia melena negra hasta los hombros, y ojos ocultos tras una gafas ahumadas y tintadas. Su cuerpo delgado no abultaba mucho bajo sus extrañas ropas (botas altas de cuero, pantalón de lana de diversos tonos, camisa pasada de moda de cierre con cordones y un guardapolvos largo), pero parecía... grácil. Serio, pero al mismo tiempo amable en su gesto, se presentó a McKenna con un "Buenas noches. He llegado recientemente a la ciudad y lo propio es presentarme: me llamo Beckett".


McKenna, sorprendido, devolvió el saludo. "Me gustaría saber", continuó el extraño, "quién es el Príncipe para presentarle mis respetos y asegurarle que no tengo ninguna intención contraria a sus normas". El joven irlandés no pudo sino responder "Me parece correcto". Pero rápidamente le explicó que no sabía de qué demonios estaba hablando. Pronto se unirían, en corrillo, el resto de vampiros de la fiesta.

    Beckett, muy sorprendido, no sabía qué decir. Un grupo de vampiros reunido, una fiesta, ni idea de lo que era un Príncipe o un Elíseo. Beckett entendió que era un caso extraño y citó al grupo en el Regency, un hotel cercano a la estación Victoria, al norte.

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La noche siguiente, con unos vampiros ya más entrenados, permitieron una alimentación menos accidentada.

Thompson, por ejemplo, hizo uso de su pequeño carro familiar para ir a un parque público cercano. La siempre eficiente cochera Lucy dejó a su señora allí y esperó a que volviera de un ligero paseo vespertino. Clarissa se acercó a un joven sentado en un banco y estableció conversación con él. El pobre había sido rechazado por su amor de juventud, y no lo llevaba nada bien. De alguna manera, y tal como había hecho en la fiesta, fu capaz de calmar al joven, beber de su cuello, sellar la herida y hacer que "olvidara" todo aquello. 

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El Regency era un gran hotel, muy lujoso. Se quedaron sorprendidos al ver en recepción ese nuevo dispositivo que estaba ya en algunas casas de la ciudad: el teléfono. El doctor Hall no pudo sino curiosear y hablar con el recepcionista sobre tan enorme avance. El "señor Lancer" (Beckett) estaba en una de las habitaciones del último piso. Una vez allí hablaron durante largo rato. Les habló de las Seis Tradiciones, de lo básico para sobrevivir en la Larga Noche. De cómo unos tendrían unas capacidades y otros, otras. De las formas de morir para siempre.


Se presentó como un investigador, un arqueólogo de los malditos. Venía de Londres y creía que bajo Manchester había algo que debía encontrar. Que las obras sacarían a la luz secretos que era mejor ocultar de miradas mortales.

Y, entonces, la noche entró en la habitación en forma de cristales rotos.

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La ventana del balcón se abrió de golpe para adentro y, con ella, entraron el Hombre Largo y cinco criaturas adheridas al techo y a las paredes. El Hombre Largo llamó a sus chiquillos y los invitó a unirse a él. Los otros dos (por Hall y Beckett) también serían buena compañía. Todos se negaron y se dispusieron a luchar. Grüber sintió algo en su interior y no pudo evitar alzarse contra su grupo; conseguirían detenerlo. Mientras, Beckett y Hall mostraron unas garras antinaturales en sus manos y atacaron a los sirvientes del Hombre Largo sin piedad, rasgando cuellos y vientres. Maldiciendo, su señor se retiró por el balcón.

Vigilantes, quemaron los cadáveres en la gran chimenea de la habitación y siguieron debatiendo en la oscuridad. Beckett, eso sí, dijo que no se iba a inmiscuir. No era su guerra. Thompson se lo echó en cara, pero el vampiro ceñudo les dijo que eran ellos quienes deberían sentirse en deuda por todas las explicaciones que éste les había dado. Se despidieron con cierta amargura.

Así, de nuevo, se vieron solos ante lo desconocido.

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