sábado, 24 de diciembre de 2011

Feliz Noche a todos!


Con los mejores deseos del Claustro al completo de la Universidad Autónoma de R'lyeh.


lunes, 19 de diciembre de 2011

Montaraces del Norte XIII

Bosque de los Troll, Invierno 2893 T.E.

Boron Alqualosse corría con su hijo de dos años apretado contra el pecho sobre el mantillo escarchado de la linde noroeste del Bosque de los Trolls. Las piernas casi le estallaban y los pulmones le ardían de dolor entre la falta de aire y la gelidez del mismo.

A su lado corrían otros tres hombres y dos mujeres, todos Montaraces del Norte. Tenían a sus espaldas trasgos y al menos un troll. Una de las mujeres estaba herida. 
Dos de los montaraces, Húrin y Marach, se giraron y plantaron cara al enemigo, permitiendo que Boron pudiera escapar con su hijo. Llegaron los trasgos, y los movimientos gráciles de los dúnedain acabaron con varios de ellos. Luego llegó el troll. El tercer montaraz, Túrin, se giró con su arco y dio apoyo a sus compañeros.

Boron y las dos mujeres se alejaban a través de las colinas. A pocos cientos de metros encontraron una choza de cazadores. Iba muy adelantado a ellas, y entró en la caseta empujando la puerta con fuerza. Bajó a su hijo de sus brazos y le dijo que se estuviera quieto. El niño no parecía entender qué sucedía.

Túrin , Húrin y Marach exterminaban orcos y se enfrentaban con sus armas al terrible troll que, ataque tras ataque, no mostraba signo de que las heridas le hicieran mella. En una de las oportunidades que tuvo lanzó un garrotazo contra Húrin, que cayó con una brazo herido. Incluso desde el suelo el montaraz contraatacó. Fue el ataque combinado de los tres lo que hizo caer al troll, que murió dejando heridos a todos ellos.

Boron miró por una ventana: las dos muchachas, valientes, llegaban a la choza renqueando. Fue entonces cuando una sobra cayó sobre ellas, un monstruo horrible cubierto de pelo grisáceo, con grandes garras y grandes fauces. Las mujeres murieron en el acto.
Boron cogió a su hijo y buscó un lugar donde esconderlo. En una de las esquinas había una trampilla que se confundía con el suelo de madera. Comunicaba con un pozo estrecho a pocos metros de profundidad. Boron cogió a su hijo: "Vamos a jugar al escondite" dijo, "Cuando vengan los demás te avisaré y saldrás a asustarlos, ¿Vales? ¡Mientras tanto quédate muy quieto y callado!". Colocó a sus hijo en el cubo y lo descolgó por el pozo, cerrando la trampilla. 

La criatura estaba fuera, hablando con varios trasgos. Envió a éstos al Bosque, mientras se acercaba a la cabaña. Al asomarse al interior, el montaraz atacó con sus espadas, fallando por poco. El combate se trasladó al exterior, donde la sucesión e intercambio de golpes fue frenética. El licántropo reía, burlándose de Boron. "Tu Destino te persigue, y al fin ha dado contigo, Alqualosse", decía, "Hoy tu estirpe se acaba".

Justo cuando los tres montaraces llegaban a ver la cabaña, vieron al licántropo degollando a Boron. Éste tuvo tiempo de coger su daga élfica y atravesar el pecho de la criatura. Viéndose herido y con enemigos furiosos cerca, el licántropo huyó. 
Húrin, Túrin y Marach lloraban desesperados la muerte de sus compañeras y de Boron. Húrin entró en la choza y escuchó sollozos. Encontró el pozo y, en el interior, al muchacho.
- Tranquilo, Thorongil; ven conmigo -dijo aguantando las lágrimas.

Y cogiendo al niño en brazos lo abrazó y salieron al exterior.

Norte de las Colinas de los Vientos, Otoño del 2911 T.E.

El licántropo se cernía sobre ellos lanzando una sombra más oscura que la noche. Sus ojos rojizos sonreían y miraba alrededor. El terror atenazó los músculos de dúnedain y elfos.
Fue Kargor quien lanzó su primer ataque, una lanza del astillero de los bandidos, que no hizo mella en la criatura. El licántropo fue atacado por Thorongil y Gildor, y se fue retrasando hasta meterse de nuevo en la torre, para desaparecer entre sus muros. La mirada que lanzó al montaraz fue terrible, y su comentario "¿No te había matado antes?" dejó al dúnadan perplejo.

Kargor había visto dentro de la caseta de la herrería al enano Náin y a un captor que lo amenazaba, pero poco pudo hacer en ese momento: tocaba seguir al monstruo al interior de la torre junto a Gildor, Thorongil y Díndae. El resto, algunos heridos y otros custodiando prisioneros, se quedaron atrás.

La torre era circular, con una escalera ceñida al muro que subía en espiral atravesando cuatro pisos. En uno de los pisos se encontraron con prisioneros. Kargor y Díndae los liberaron. Resultaron ser los Narmosule (marido y mujer), los padres de Ellenhen. También dieron con un hobbit que parecía herido, pero que fingía y atacó con una daga a Díndae. Éste, al defenderse, se vio obligado a dar muerte al mediano, que era un bandido más de Seregring.

Thorongil y Gildor llegaron a la cima de la torre, y chocaron de frente con el licántropo. El combate fue brutal, y el montaraz resultó herido en el hombro izquierdo. Llegaron sus dos compañeros y se unieron al combate. El elfo asestó varios tajos, pero ninguno mortal, que enfurecieron más a la bestia. Kargor también resultó herido en el rostro, pero aguantó mientras Díndae retiraba a Thorongil del combate. Garras, fauces, espadas, flechas, mandobles... el combate se alargó mientras los montaraces y el elfo veían peligrar sus vidas. Thorongil, recordando la daga Alqualosse, cargó con ella sobre su enemigo, apuñalándolo en pleno plexo solar; el monstruo apartó al dúnadan de un manotazo. Kargor, cogiendo su espadón con dos manos cargó sobre Draugor, atravesándolo de parte a parte. El grito agónico de aquel ser erizó los pelos de todos los presentes. Maldiciendo, la criatura se descompuso y se transformó en humo verde, que se dispersó entre la ventisca de nieve que llegaba: el Lobo Enemigo había muerto.

Montaraces del Norte XII

Durante casi un par de semanas estuvieron centrados en la ayuda a los colonos: trabajos de carpintería, albañilería, cortando y cargando madera, agua, cazando en los bosques cercanos. 

Vigilando.

 Belegost y su gente venían de vez en cuando con herramientas y más provisiones. Y noticias. El norte seguía plagado de lobos que bajaba desesperados hacia el sur, como azuzados por algo peor que ellos. Habían encontrado secuaces de Seregring huyendo al este de Annúminas, casi muertos de frío y hambre, contando incoherencias sobre "Draugor, el terrible", o "el lobo gigante que comerá el mundo". Y al poco morían, más por heridas espirituales que por congelación o inanición.

Arador llegó con su escolta y un  plan. Preguntó al grupo si tenían algo preparado para atacar Amon Hith, pero
no supieron qué responder.
Arador pidió cuentas a Thorongil. Supuestamente lo había puesto al mando y debía tener un plan.
-No sabía exactamente ni el número de hombres con el que podría contar ni los medio, mi señor -respondió azorado-
-Éso no es excusa. Tu obligación era pensar al menos en una idea general y luego, si puedes, adaptarla a los medios que resulta que posees. Es una regla básica que debes aprender si quieres liderar hombres. Si esperas a saber todos los factores e imponderables acabarás viviendo de la improvisación, y éso puede matar a mucha gente... sobre todo de tu bando.

Arador planteó su plan: Con las carretas de la gente de Dírhael harían una caravana guiada por civiles y levemente defendida. Correrían la voz en Bree de que una caravana dúnadan volvía a Rivendel por el Camino del Este. Al enterarse, los hombres de Draugor prepararían una emboscada, dejando Amon Hith con menos defensores. Un grupo de guerreros rodearía las Colinas de los Vientos por el norte y atacaría la torre por infiltración. La caravana, vacía en realidad, se abandonaría a la mínima señal de enemigos, preferiblemente a más de un día de camino a caballo de Amon Hith.
Arador había conseguido quince dúnedain y, en el Bosque Viejo, se les unirían cuatro elfos errantes.
Thorongil se quejaba de que el plan presentaba fallos. Arador, capitán cabal, prefirió la opinión de su oficial más joven que cometer el menor de los fallos. Escuchó atento.
El joven dúnadan opinaba que el ataque no debía ser contra la torre, si no contra el grupo que atacara la caravana. Emboscarlos en Moscagua o tal vez en Chet. 
Arador lo pensó, pero vio que un enfrentamiento directo de esa índole (más sin saber de cuántos hombres dispondría Draugor) sería impredecible y, por lo tanto, peligroso. La atalaya, consideraba, era un valor más seguro, ya que los defensores no podrían huir y avisar al otro grupo, cosa que podría suceder si atacaban a los salteadores y alguno huía. Una cosa era atacar una atalaya por sorpresa y otra muy distinta hacerlo contra una preparada y sobre aviso.
A regañadientes, pero sin nada mejor que ofrecer, Thorongil comenzó a implementar el plan. Díndae se adelantó a caballo para llegar a Bree y contactar con los Enanos Nîm y Dolin (cosa que no consiguió, partiendo al norte tras su rastro, en la sospecha de que habían ido al rescate de su pariente solos). Mientras,  el grueso del grupo viajaría tras la caravana falsa.
En el Bosque Viejo se reunieron con cuatro elfos, noldor todos ellos, errantes inmortales que se demoraban en Tierra Media. Los lideraba Gildor, de pelo negro, alto y gallardo.

La caravana atravesó Bree, pero el grupo se desvió antes, reuniéndose con Díndae y rodeando por el norte las Colinas del Viento. Dos grupos se formaron, uno de arqueros y hábiles escaladores para atacar desde el oeste, y otro para rodear la atalaya y entrar una vez el primer grupo se colara dentro y abriera las puertas. Vieron salir de dentro al grupo de saqueadores, rumbo a la celada. Dejaron pasar el tiempo, hasta que casi oscureció.

Díndae y uno de los elfos, como francotiradores, eliminaron a los guardias de la torre alta, mientras los escaladores tiraban sus ganchos y comenzaban a escalar el muro, Thorongil, Belegost, Forendil y Feagorn entre ellos. El grupo de Kargor y Gildor rodeaba el muro circular, rumbo a la puerta.
El choque fue brutal. Tan pronto como algunos de los bandidos de Seregring y Draugor vieron a los invasores, comenzó una cruenta lucha. Thorongil eliminó a un adversario en pleno muro, para luego saltar al patio con sus aliados y continuar el combate. Viendo la puerta atrancada corrió hacia ella, pero harían falta lo menos dos hombres para moverla. Aun así, clavó los pies en el suelo y comenzó a tirar con su hombro hacia arriba. Estaba solo, ya que los demás estaban en pleno combate.
Fuera, Kargor se impacientaba, y tiró su garfio, subiendo raudo por la barbacana y matando a un bandido en el adarve. Los arqueros, antes cubriendo a los atacantes, corrieron al muro y lo escalaron, y Díndae tuvo su momento de heroísmo al disparar certeramente a un bandido que apuntaba a Thorongil desde una tronera.

En el patio estalló el caos. Feagorn, Kargor y Thorongil abrieron el portón, y la fuerza exterior entró en masa; los defensores poco pudieron hacer... hasta que él apareció.

Era enorme, al menos dos metros y medio. Horrible, el terror que surgió de la torre alta hacia el patio atenazó los corazones de todos, incluso el de los Elfos. Monstruo de tiempos pasados, todos rememoraron las viejas historias y leyendas, cuando el mundo estaba oscuro y el Mal dominaba a todos: era un licántropo. Draugor, el Lobo Enemigo, había hecho acto de presencia.

sábado, 10 de diciembre de 2011

La importancia del grupo

Siempre me ha parecido curioso que a alguien le llamen "buen jugador de rol" o "buen máster de rol". 

Cierto es que hay por ahí gente que, desde mi perspectiva, sabe jugar muy bien a rol. Ahora el problema será explicar lo que es "mi perspectiva", claro. A mí me gusta la gente que rolea, declama, muestra seriedad cuando debe, epicidad cuando toca y, sobre todo, se lo pasa bien consiguiendo que los demás se lo pasen bien. 

Seguramente para ti es distinto. Y éso es bueno.
Yo creo que la excelencia en el Rol se basa en el grupo. Los jugadores se inspiran unos a otros. Pon un jugador activo en una partida y tal vez podrá acivar a esos que tienden a ser más callados o parados. Y lo mismo al revés.
Ser buen director de juego no sólo se basa en la preparación de la partida. Yo con mi grupo actual casi no las preparo, después de ver que prefieren cierto toque "sandbox" y libertad total de acción. Escribo unas líneas de guión básico y un escenario por donde se puedan mover, como en los viejos módulos de MERP. Luego se me ocurren cuatro o cinco tramas, pero nada demasiado grande que puedan pasar por alto o ignorar tirando por tierra horas de preparación. Simplemente pongo un mundo bajo sus pies, y gente con motivaciones diversas habitándolo. Lo que hagan es cosa suya.

Habrá jugadores que no sepan encajar ésto. Los míos sí. Supongo que con otros jugadores tendría que actuar de otra manera. Quizá mis partidas serían, por lo tanto, mejores o peores.
Ésto implica que un director de juego no es, a priori, "bueno" o "malo". Dicen que John Wick es un máster genial, pero leyendo ciertos artículos suyos estoy casi seguro de que acabaríamos a hostia limpia encima de la mesa. O no.

¿Hacia dónde voy? A que creo que un director de juego es tan bueno como los jugadores que lo rodean. He visto cómo cuatro líneas garabateadas en un folio tras mis pantallas se convertían en partidas geniales gracias a mis jugadores, y cómo sesiones muy bien preparadas y anticipadas se convertían en aburridas tardes de otoño.

Yo nunca podría jugar con un jugador legalista que me interrumpiera constantemente reclamándome su "ataque de oportunidad". Éso haría que la partida se resitiense. No me gustan los que consideran que su personaje es su ficha, y nada más. Me gustan los que ven más allá de los números, y sin tener la ventaja "Familia +3" un día me hablan de que en el Valle de Archen tienen una tía abuela que hace unos bizcochos cojonudos, y que van a ir a visitarla ya que están por Sembia rumbo norte y les pilla de paso.
Una de las partidas más simpáticas que recuerdo fue una en un mundo de fantasía con sistema Rolemaster, hace unos dieciocho años. Estaban en una posada ya muy conocida por ellos (¡cómo no!), desayunando tardíamente despues de correr unas largas aventuras (era una Campaña de varios meses ya) cuando dije algo así como "El mediodía queda atrás en este frío día de Invierno. Es el 42 de Nimloss del Año del Dragón Roncollo" cuando uno de los jugadores, entrecerrando los ojos al comprobar algo en la ficha dijo: "¿42 de Nimloss? ¡Coño, estoy de cumpleaños!".
Esa sesión se la pasaron casi entera en lo que yo llamo "en personaje", sentados en la taberna recordando mil aventuras vividas, bebiendo hasta las tantas, invitando a los pueblerinos (todos pnjs conocidos) y riéndose a mandíbula batiente. Ni exploración del Pantano Gris, ni visita al Duque de Harlinoth, ni exterminio de goblins en las Montañas Ateridas. Me limité a hacer aparecer a ciertos pnjs con los que se habían topado en sus aventuras, en plan fiesta sorpresa montada por sus amigos de la posada. Ni un combate. Ni una sola tirada de dados. Fue genial. No para hacerlo todos los días, pero fue genial.
Del mismo modo, un grupo de jugadores veteranos puede hacer que un director de juego novato se crezca y monte una partida genial.
¿Es justo entonces culpar a los jugadores si la partida sale mal? ¿Es justo culpar al máster? Creo que, al igual que hay que compartir el dulce sabor del éxito, hay que hacerlo también con el amargo del fracaso.

Por lo tanto, ya está bien, creo, de exigir genialidades a los másters. Ya está bien de que los másters exijan trasfondos que ni el de Kvothe en El Nombre del Viento o interpretaciones narrativas con nominación a los Globos de Oro. Y ya está bien de gente que no comprende que el rol es un juego social que requiere tener gente cerca, no un teclado y un monitor.

Como siempre dice el gran Gerry López: "pajearse es divertido, pero follando conoces gente".

¡Un saludo!

jueves, 8 de diciembre de 2011

Montaraces del Norte XI

La mañana trajo nuevas dudas. Algunos dúnedain creían que atravesar el Brandivino era arriesgado: todos en La Comarca estarían enterados de tal evento antes de que el último de ellos saliera del Puente.
Pero los tres jóvenes pensaban que intentar cruzar el río más al norte contando sólo con que el río se hubiera helado era un riesgo mayor, sobre todo teniendo en cuenta que los salteadores podrían estar acechando, o peor: los lobos blancos.

La noche anterior Díndae y Thorongil habían cogido un par de caballos y habían partido a galope tendido hacia el Norte, intentando encontrar un vado o una zona de hielo denso por donde pasar los carros. A unas tres o cuatro millas al norte encontraron un islote largo que surgía del medio del cauce. No tenía más de cuarenta metros de largo y unos diez de ancho, pero se veía que había ayudado a que el río alrededor se helara, dando sujeción al hielo y actuando como vado improvisado. En la isla Díndae pudo ver huellas y rastro de lobo, pero no eran recientes... unos cinco días al menos.

Una vez de vuelta, caída ya la noche, los dúnedain se reunieron para decidir qué hacer. Thorongil quiso convencer a Dírhael de que atravesar el Puente no era tan peligroso como el hielo del río. Unos cuantos hobbits y sus habladurías no pondrían en riesgo el viaje. Pero los dúnedain no confiaron en sus palabras y decidieron probar cruzando el río.
Thorongil y Elenhen hablaron un rato esa noche, pero Dírhael miraba con ojos de duda. Más tarde el dúnadan le diría que ella era de una cuna mayor que la del montaraz, y que debía ser sensato; reprimenda que el pobre Thorongil encajó mal, pero en silencio.

A la mañana siguiente partieron hacia el islote, y se prepararon para cruzarlo con los cuatro carros. Tendieron una cuerda desde la orilla este hasta la punta sur del islote, y del islote a la orilla oeste. Comenzaron a cruzar.

Un carro, otro carro. La gente cruzaba resbalando, ayudándose con la cuerda. Los carros cruzaban por el sur de la isla, mientras que la gente subía a la isla, junto a Díndae, tomaba un respiro y continuaba. Kargor estaba en la orilla oeste, Thorongil cerraba la marcha en la este. El tercer carro resbaló el el hielo bajo la sombra de la isla, pero continuó su camino.
Fue entonces cuando Díndae notó algo extraño. Alguien se acercaba. o algo. Justo a la altura del islote, el último carro hizo crujir el hielo y una rueda se atascó.
Una manada de lobos blancos venía por el río desde el norte, gruñendo y aullando desesperados. Estalló el descontrol. Todos corrían intentando ponerse a salvo. Kargor y Thorongil gritaban y daban órdenes, Dírhael dirigía a la gente y la ponía a salvo. La primera flecha de Díndae atravesó un cráneo lupino, rápidamente cargó otra flecha, pero los lobos ya estaban encima, saltando por la isla. No menos de quince. Kargor saltó al hielo y corrió hacia el carro, levantándolo casi en el aire y liberando la rueda. Díndae apuntó su flecha y se preparó para matar a otro lobo y luego, seguramente, morir bajo las fauces de los otros.

Pero no. Los lobos lo esquivaron y saltaron sobre Kargor, pasando por encima del enorme dúnadan. Todos ellos continuaron hacia el sur, o eso parecía. Díndae, con la flecha todavía montada, se puso en pie, se giró y miró estupefacto en dirección sur, hacia los cuartos traseros de los lobos que se alejaban como rayos.
Thorongil contó a la gente y la reunió, pero Iorwen miraba en todas direcciones, desesparada.
- ¿Dónde está Gilraen? ¿¡Dónde está mi hija?! -gritaba. Dírhael la abrazaba y miraba también, gritando el nombra de su hija.

Kargor reunió a todos en la orilla oeste y, con palabras buenas y ciertas, logró clamar los ánimos. Thorongil y Díndae miraron hacia el este. El rastreador examinó la orilla este y encontró huellas de la niña, y de varios lobos, no menos de tres. A pocos cientos de metros vieron a la niña, cercada por tres lobos que, en su huída, se habían encontrado con un manjar ocasional. El odio y la rabia de los dos dúnendain fue devastadora. Las flechas de Díndae y la espada de Thorongil dejaron casi sin capacidad de reacción a los lobos. Gilraen estaba sana y salva.
Al regresar todo eran palabras de agradecimiento. Incluso Dírhael se disculpó con Thorongil por la dureza de sus palabras anteriores.

El camino a través del bosque que se tendía todo a través de la orilla hacia el oeste no era claro, pero Díndae guiaba y eso era índice de buena ruta. Una horas después fueron interceptados por varios dúnadan, Belegost el veterano, Forendil el taciturno y Feagorn, tan novato que no tenía apodo. Allí hubo alegría, regocijo y calurosos saludos que contrastaban con el frío del lugar.

Llegaron a Scary, donde Arador informó al grupo de que irían con los colonos al norte, a fundar Daembár, la Casa en la Sombra.
Thorongil, presa del miedo a los espacios cerrados, se vio obligado a recibir las órdenes dentro de la mina donde los montaraces tenían su base oculta. Poca gracia le hizo, y la tensión provocó que terquease órdenes de su señor. Ésto dejó perplejo al hijo del Capitán, que no sabía si enfadarse o reir.
Entre ello estaba el retraso en actuar contra Amon Hith. Habría que juntar más hombres y establecer un plan de acción claro.
Partieron al norte con Dírhael y su gente, más allá de Dwaling, donde otros colonos ya estaban construyendo un nuevo Refugio para el pueblo de los Hombres del Oeste.

martes, 6 de diciembre de 2011

Feliz día de la CONstitución

Hoy celebramos el día de la CONstitución. Lo que no entiendo es por qué nunca se celebra el de la DEStreza, CARisma, PERsonalidad, INTuición... o mejor, el de la INTeligencia.

Un saludo en este día libre que aprovecharé para jugar a rol, curiosamente a un juego donde no hay CON en la ficha.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Montaraces del Norte X

Los tres muchachos se quedaron un rato hablando con Dírhael y su esposa Iorwen en la entrada oeste de Bree. Al parecer habían hecho un viaje desde las tierras de Eriador, abandonando un poblado dúnadan para venir al Norte. Argonui los había llamado. Otros llegarían pronto a Bree, para luego ir en busca de su señor.
Algo se movió en en carro, bajo unas mantas. Una niña de pelo moreno y enredado asomó la cabeza. No tendría más de cuatro años.
- ¡Hola! -dijo con cara de sueño-. ¿Qué ha pasado?
 Era la hija de Dírhael e Iorwen, una pequeña morenita de ojos grises llamada Gilraen. Bromearon un poco con ella mientras hablaban de Bree y de algunos sucesos recientes.
Kargor les indicó cómo llegar al Poney Pisador, y hacia allí se fueron.

Fue entonces cuando entró un vigilante de Bree airadamente y a voz en grito: "¡Asesinos! ¡Asesinos en las cercanías!". Thorongil y Díndae miraron inmediatamente a Kargor, que miraba indeciso hacia el lugar donde había matado al sureño, y de donde no había movido al cadáver.
Al rato llegaron cuatro vigilantes con el muerto sobre una manta, cada uno agarrando una esquina. Tras un primer análisis uno de ellos sentenció que sin duda lo había matado un tajo con una espada enorme. Al decirlo miraba de reojo a Kargor, pero no acusaba a nadie.
Llegó el sheriff de Bree, un hobbit de edad respetable con mal genio llamado Bungo Mantillo, acompañado de su amanuense, que tomaba notas de todo con inocente servilismo.
El sheriff acusó directamente a Kargor, y medio pueblo los escoltó con curiosidad hacia la Casa de la Asamblea donde sería juzgado. Sus amigos intentaron mediar, pero el sheriff no daba el brazo a torcer, ni ante las duras palabras de Díndae sobre la importancia de defender Bree de maleantes y saqueadores.
Fue entonces cuando Kargor, con ciertos conocimientos de leyes, hizo una asombrosa defensa de sí mismo, que se vio incrementada al llegar Iorwen con su hija Gilraen. La mujer declaró lo que había pasado, pero obligaron al dúnadan a entrar en la Casa para que la Asamblea de Bree dictara sentencia. Otros dúnedain llegaron con Iorwen y vieron la escena con intranquilidad.
Pero todo fue bien: la Asamblea exculpó a Kargor, e incluso intentaron asalariar al grupo para defender Bree. Kargor insistió que un montaraz sólo tiene un Señor. Los de Bree no entendieron bien a qué se refería, pero los otros dúnedain que allí se congregaron miraron al Oeste con tristeza y esperanza.

Salieron todos fuera y algunos vitorearon a Kargor, y otros muchos miraron a aquellos hombres de rostro austero e inflexible con suspicacia y temor. Todos los dúnedain se juntaron en un grupo de unos veinticinco, y salieron del pueblo paseando.
Los tres amigos se sentían en casa, pero varios edain se quejaban. Habían sido trasladados desde el sur de Eriador hasta aquí ¿para qué? No lo entendían. Quizá Argonui había perdido el rumbo.
Esto provocó las miradas iracundas de Kargor y Díndae... Thorongil, también enfadado por el comentario, tuvo que mediar y calmar los ánimos. Una muchacha joven, de pelo ondulado y ojos grises protestó ante el dúnadan, que tuvo que defenderse de los duros argumentos con estilo, carisma y cierto humor. A la muchacha no le hizo ni pizca de gracia.

Todo el grupo decidió pasear alrededor de Bree, casi treinta dúnadan manteniendo diversas conversaciones. Kargor hablaba con Dírhael, amante de la historia, las tradiciones y el folkore. Díndae, solitario, vagaba en retaguardia, hasta que vio una oportunidad de reírse a costa de Thorongil. Preparó una bola de nieve y acertó de pleno en la muchacha morena de antes que, al mirar para atrás, sólo vio a Thorongil. comenzó entonces un combate sin tregua entre los dos que acabó en risas (sobre todo las del sigiloso Díndae).
Supo Thorongil que la muchacha se llamaba Elenhen. Hablaron durante un buen rato y congeniaron.
La mañana pasó rauda y el grupo acabó en una casa de Bree, propiedad desde hacía años de una familia dúnadan. Allí pasaron toda la tarde, comiendo, charlando, fumando, jugando con los pequeños, contando historias al compás de la flauta... Fue una tarde estupenda.
Pero la noche trajo dudas: los dúnedain debía viajar a Scary, y recibir órdenes. La presencia de los tres montaraces pordría ser de gran importancia, ya que actuarían como guardias de la caravana: eran pocos los hombres curtidos en combate en el grupo y, en estos tiempos, incluso el Camino del Este tenía sus peligros.

Los tres montaraces pensaron en ello durante la noche durmiendo en el Poney Pisador. Debían elegir entre quedarse en Bree y ver partir a sus parientes mientras aguardaban por Arathorn, o partir hacia La Comarca escoltando la caravana.

A la mañana siguiente se decicieron por lo segundo, con la esperanza de que si Arathorn o los hijos de Elrond volvían a Bree lo harían por el mismo Camino, pero en sentido contrario, y se encontrarían.
Pasaron el día en Bree mientras los dúnedain se preparaban, y tuvieron tiempo de visitar la Feria de Otoño, donde Díndae se encontró con los Enanos Nîm y Dólin en su tenderete, donde vendían todo tipo de cosas. Díndae intentó ser amable, e informó a los dos Enanos de que los montaraces estaban planteándose la posibilidad de formar un grupo y atacar Amon Hith, y liberar a su pariente Náin. Nîm callaba y fumaba, pero Dólin, más jovial y conciliador, regaló a Díndae un pequeño juguete mecánico. "Y ésto no es nada", dijo, "Ojalá hubieras visto los artefactos que mis parientes hacían el Erebor... aquéllos sí que eran juguetes... Maldito sea ese dragón". Se quedó mascullando y negándose a cobrar nada por el regalo: "Es una deuda que tendrás conmigo, montaraz" dijo guiñando el ojo, sonriendo. Díndae sonrió también y se despidieron con palabras amables.

Al día siguiente partieron a primera hora. Era cerca de treinta, unos diez hombres, quince mujeres y varios niños. Salieron por la puerta oeste de Bree en dirección al Puente del Baranduin. Díndae avanzaba varios cientos de metros por delante oteando, Thorongil delante con los cuatro carros y Kargor detrás, custodiando la retaguardia.
Las primeras horas fueron un paseo, y cogieron muy buen ritmo pero, al acercarse el atardecer, Díndae (separado del grupo) tuvo otro de sus pálpitos. Se dirigió al norte para buscar rastros, huellas... algo que calmase su desazón. Fue entonces cuando vio al norte cinco figuras montadas y ocultas. Eran cinco jinetes, a cubierto por matorrales y desniveles del terreno. Agachado, preparó su arco e intentó, sin oportunidad, hacer señas a sus compañeros. Éstos acabaron por ver a los jinetes. Thorongil ordenó colocar los carros protegiendo a los niños y mujeres, mientras los hombres tomaban lanzas y espadas para plantar cara.
Los cinco jinetes, bien armados y con armadura de cuero, cargaron sobre ellos. Sin saber de dónde, una flecha (del escurridizo Díndae) derribó a uno, que cayó inerte al suelo. Kargor se protegió del espadazo de otro, que recibió un tremendo yajo en los riñones al pasar de largo. Thorongil se cubrió con su escudo e hirió los cuartos traseros del caballo de otro. Los otros dos peleaban contra los dúnedain, pero éstos se cubrían con los carros.
Kargor subió a uno de ellos de un salto, y partió en dos a otro de los atacantes, mientras que Thorongil eliminaba a otro derribándolo de su caballo.
El quinto, con su caballo ligeramente herido, se dio la vuelta u huyó al norte desesperado. No esperaba el flechazo en pleno pecho de Díndae.

Cinco salteadores, todos con un lobo de fauces abiertas por blasón... ¿Gente del tal Draugor? ¿A órdenes de Seregring?
Muchas preguntas y pocas respuestas. Tomaron los caballos, redoblaron la guardia y, al final del día, estaban cerca del Puente. Se ocultaron cerca de un bosquecillo, y allí acamparon.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Montaraces del Norte IX

Amon Hith: la Colina de la Niebla. Así que era cierto.

Habían escondido el carro, lleno de lingotes de metal para armas, todos con una runa que no supieron reconocer; interrogado al salteador (que al final había muerto desangrado) y buscado un escondrijo para pasar la noche. Poco habían sacado del pobre hombre: Seregring era su líder -el de la cicatriz horrenda, dedujeron- y que su base estaba en una atalaya al norte de las Colinas del Viento.

Descansaron esa noche bajo la nevada, para descubrir al alba que el carro ya no estaba en su escondite. Lo había escondido Díndae que, arrepentido, comenzó a buscar el rastro con rapidez. No fue difícil para un montaraz como él. Las líneas paralelas de las ruedas guiaban en dirección noreste y luego este, circunvalando por el norte las Colinas. El rastro se veía con claridad. 
Reflexionando mientras seguían el rastro, Kargor recordó gracias a sus conocimientos de la historia de la zona una atalaya llamada Amon Hith, la más septentrional en las Colinas del Viento, que servía de vigilancia ante los ataques desde Angmar. Llevaría abandonada tanto como Amon Sûl al sur, cientos de años... ¿Habrían osado ocuparla?
Decidieron atajar por las Colinas, en lugar de rodearlas por el norte. Escalaron y treparon entre la nieve y las rocas, y consiguieron llegar al anochecer a una quebrada alta desde donde, ocultos bajo la luna menguante, veían la torre de Amon Hith. 
Se trataba de una atalaya pequeña, compuesta por tres torres: una alta, de unos veinte metros de altura y dos menores, de unos doce. Estaban colocadas en "L"  con la torre alta al final del lado largo y una torre baja en cada punta del lado corto y, cerrando el círculo, un muro de unos diez metros. Se erguía solitaria en las lomas orientales de las Colinas, con una vista clara del noreste. Había hombres, varios. Al menos dos sobre la torre alta, y algunos por el patio. Esa noche vieron con horror cómo una nube negra se cernía sobre la atalaya, y giraba concéntrica sobre ella. Un fulgor rojizo tiraba sombras por doquier. 
Los tres compañeros se pusieron a cubierto, y acamparon en un lugar cobijado por rocas y arbustos. Lograron encender un fuego pequeño y cenaron algo caliente,y pensaron en la siguiente jugada.

Fue entonces cunado se acordaron del texto en letras élficas que habían encontrado en la cueva del troll. Lo desplegaron y, ahora sí, las letras se formaron bajo la luna menguante. El texto parecía antiguo, y hablaba de heredades. De una familia, la de Alqualösse, proveniente de Gondor, de Dol Amroth. Dos hermanos nacieron, y el mayor se quedó con las tierras familiares del sur y el otro con tierras en Arnor. Al parecer el hermano menor llegó al Norte, pero de alguna forma sus herederos perdieron tanto este documento como el anillo de Cisne. Quizás la daga élfica fuera un reliquia familiar también.

Al amanecer siguiente se arrastraron de nuevo hacia Amon Hith, y pasaron allí varias horas. Observaron a los salteadores: sus movimientos, sus horas de guardias, sus entradas y salidas. Vieron cómo el carro con el metal entraba a primera hora de la mañana custodiado por varios soldados y por el propio "hombre de la cicatriz en cota de malla" que habían visto en el ataque: Seregring. Vieron también cómo volvía a partir al noreste, y cómo varios soldados entraban dentro de una edificación interior  con un Enano. Un hombre entraba detrás de él, con tenazas, martillo y punzones... ¿intrumentos de tortura?

La tarde cayó sobre ellos junto con una buena cantidad de nieve y, viendo que la torre estaba ocupada por unos quince o veinte hombres, decidieron recular a Bree y notificar de ello a Arador o Argonui. Fue entonces cuando vieron regresar al tal Seregring. Iba a pie al lado de una inmensa figura, y detrás de ellos dos hombres llevando tres caballos de las riendas.
Seregring era alto, casi dos metros; pero la figura con la que caminaba se erguía no menos de dos metros y medio del suelo. Iba tapada por una pesada capa con capucha de color negruzco. Su andar era parsimonioso, casi cojeante. Sintieron un miedo interior y atávico que no pudieron explicar.
Todos en grupo atravesaron las puertas y entraron en la atalaya, y allí se perdieron de vista. ¿Quién o qué era aquello? ¿Con qué nuevo enemigo se enfrentaba el Norte?

Volvieron a su campamento y partieron a primera hora en dirección a Bree.

Tras un viaje rápido y sin contratiempos llegaron a una Bree que estaba llenándose para el Festival de Otoño. Centenillo Mantecona les explicó que, además de comerciantes para la feria , estaban llegando gentes de toda la zona para refugiarse en Bree. Aquella noche la sala común del Poney Pisador estaba a rebosar, y entre el tumulto Díndae distinguió a dos Enanos, los mismos que había visto antes de partir al norte. Se acercó a ellos dejando a Thorongil y a Kargor disfrutar de unas cervezas tibias.
Díndae procuró ser amable y conciliador, explicando que creían haber visto a uno de sus parientes en una atalaya al norte. Los enanos, Nîm y Dôlin, se mostraron curiosos, pero se cerraron en banda (sobre todo Nîm, el mayor) ante el ofrecimiento de Díndae de guiarlos. Se veía que eran gentes muy suspicaces. No queriendo importunar más, Díndae les deseó buenas noches y se fue, maldiciendo por lo bajo la tozudez de tales individuos.
Poco más tarde tuvieron una grata sorpresa, al ver entrar a tres hombres altos que vestían a la usanza elfa. Se acercaron a ellos para saludar.
Dos de ellos, encapuchados, se acercaron al fuego de una de las chimeneas, y el otro, ceñudo, se sentó en un tabuerte cerca.
-¡Salud! -dijo Kargor tirando de su pipa- Seguro que que nos conocemos y, si no, pronto lo haremos.
-Aiya, dúneadain -dijo el hombre sentado-. Pronto lo haremos entonces, ya que no os conozco. Lo que sí conozco es esa pipa de la que tiras. ¿De dónde la has sacado?
-Ciertamente -respondió el montaraz-. Es un regalo de un buen amigo. Su nombre no se pronuncia a la ligera, pero los más allegados lo llaman Arion.
El rostro duro e inflaxible del hombre se suavizó, y una sonrisa lo cruzó al instante.
-Vaya -dijo- Veo que mi abuelo sigue siendo igual de generoso. Pues mi nombre es Arathorn, hijo de Arador, nieto de nuestro señor Argonui.
Los tres amigos vieron el rostro joven y sin duda vieron que se trataba de un descendiente de Valandil.

Pasaron un buen rato hablando con él en la sala privada, y fueron presentados a sus dos acompañantes, que resultaron ser Elladan y Elrohir, hijos de Elrond de Rivendel.
Esa conversación se centró en los viajes de los tres montaraces, de su entrada en Fornost y de su descubrimiento en Amon Hith. Arathorn debía partir a caballo hacia la guarida de Scary, y pidió al grupo que se quedaran en Bree esperando por los refuerzos. Mientras tanto debían proteger al pueblo de más asaltos.

Así lo hicieron, y al día siguiente (Arathorn ya se había marchado durante la noche con sus compañeros) rastrearon todo el contorno de Bree.
Kargor decidió aprovechar y buscar hierbas entre la nieve, probando suerte. Lo que encontró fue una hermosa mujer tirando de un carro de dos ruedas. Ésta le pidió ayuda, y el montaraz comenzó a tirar del carro (refunfuñando un poco, todo sea dicho).
A los pocos metros fueron emboscados por tres individuos con aspecto de sureños. Kargor pensó que la mujer tenía algo que ver, pero vio en sus ojos que no.
Resopló con paciencia y sacó el mandoble de su espalda:
- Va a ser mejor que os larguéis los tres. Y hablo en serio.
Sólo uno de ellos tuvo el valor de cargar contra el montaraz. Cayó al primer intercambio. Los otros dos huyeron.

Un hombre llegó corriendo para ayudar, pero poco pudo hacer. Resultó ser Dírhael, esposo de la mujer, que se llamaba Iorwen. Kargor, junto con Díndae y Thorongil, que habían visto el combate y habían corrido en ayuda de su amigo se dirigieron a Bree. Díndae, atento, se fijó que las huellas de los dos que habían escapado entraban en la ciudad.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Montaraces del Norte VIII

Finalmente decidieron dividirse: Thorongil y Kargor partirían a La Comarca, en dirección a Scary, mientras Díndae rastreaba la zona en busca de la posible guarida de los salteadores.

El grupo de dos apuró el paso a través del camono nevado, intentando regresar lo antes posible. Tardaron dóa y medio en llegar a Scary, tras ir a unas marchas forzadas que Kargor sufrió en sus carnes, acampando cerca del puente sobre el Baranduin y luego (tras una breve charla con los hobbits que custodiaban el puente) se cruzaron con un carro de enanos (tal vez de las Ered Luin) que iba en dirección a Bree. Se sabe que los Enanos comercian con La Comarca y Bree desde hace mucho, sobre todo porque los huraños habitantes de las montañas poco saben de cultivar y cosechar... pero sí de extraer rico y resistente mineral.
A la tarde del segundo día llegaron a la mina oculta de Scary. Allí se encontraron con otros grupos de Montaraces que volvían para recibir órdenes.
Con gesto aprensivo Thorongil miró para la entrada de la gruta y vio como se estrechaban sus muros hasta que casi lo ahogaban. Prefirió no entrar.
Kargor lo miró extrañado, pero prefirió no discutir más con su amigo. Entró en la mina y tuvo un extraño encuentro: Elagond, su padre. Thorongil saludó desde la entrada.
Elagond miró a su hijo con ceñuda curiosidad pero actuó, como siempre, con sequedad y desprecio. Kargor intentó explicarle sus últimas hazañas en favor de su señor y pueblo, pero nada de ello impresionó al veterano montaraz, que lo miró con desprecio: "Yo también vengo de cumplir mi misión pasando por penalidades y peligros... ¿ves que me esté vanagloriando? Buscas la muerte, y algún día la encontrarás".
Kargor se despidió hasta su siguiente encuentro, pero su padre contestó con un escueto "si es que llegas a él" y le dio la espalda.
El montaraz buscó a Arador, que estaba dentro haciendo inventario, e informó a su señor de sus pasadas aventuras, y de los consejos de Argonui.

Afuera, Thorongil y otros montaraces hablaban sobre la relación de su amigo y su padre. La madre de Kargor, Isilbeth, había muerto en su alumbramiento. Desde entonces Elagond había campiado: de ser un dúnadan alegre y vital pasó a ser un individuo huraño y taciturno, de poca conversación y continuamente ensimismado. Decían los que lo conocían desde niño que Kargor había hecho de todo por llamar la atención de un padre que poco caso le hacía. De ahí, tal vez, su ansia de gloria y combate.
Sin más, se abastecieron y tomaron ropas y armadura de invierno (un chaquetón y pantalones) para ellos y Díndae y regresaron por donde habían venido. Los pensamientos de Kargor volvieron fugazmente a su padre. Y luego volvieron a la misión que Arador le había encomendado: investigar y eliminar a los salteadores de Bree.

Díndae rastreó todos los alrededores de Bree durante día y medio, durmiendo en el Poney al caer la noche, y acabó encontrando un rastro de carro bajo la nieve que se internaba en el bosque de Chet. Parecía ir en dirección a Archet, pero torcía por una senda poco transitada al sur de ese pueblo, en dirección noreste.
Dejó recado a Mantecona de que se iba por si sus amigos volvían y partió tras las huellas, pero algo lo retuvo: un carro de dos ruedas custodiado por dos enanos entraba en la ciudad y era recibido por alguien de la asamblea de Bree. Los enanos parecían alegres, pero al momento se turbaron y parecían enfurecidos. Díndae se acercó y pudo descubrir que los enanos venían detrás de otro carro, uno de cuatro ruedas con seis enanos: era imposible que no hubieran llegado. Díndae pensó que era posible que las ruedas de carro en Chet fueran del que los enanos habían perdido. Salió a toda velocidad hacia allí.

Siguiendo el rastro y dejando marcas para sus amigos, acabó encontrando un carro custodiado por unos seis o siete hombres. Los siguió a distancia.

Thorongil y Kargor moderaron la marcha en el camino de vuelta, y cuando llegaron no vieron rastro de Díndae. Hicieron noche en el Poney (tuvieron que saltar la empalizada, ya que el guarda les impidió la entrada). No fue hasta la mañana siguiente que Mantecona, recordando que algo tenía que decirles, les dio el recado de Díndae. Apurando el almuerzo, salieron rápidamente hacia Chet.

Los tres compañeros se encontraron esa noche,más allá del bosque, a medio camino de las Colinas del Viento, en una zona inhóspita y azotada por la nieve. Siguieron al carro durante horas y horas a una distancia segura.
Estaban cerca de la zona norte de las Colinas, lugar que ya conocían los tres compañeros, cuando al grupo del carro se le unieron dos jinetes. Al poco se detuvieron a descansar.
Los dúnedain tuvieron entonces que decidirse. Supusieron que iban a Angmar, pero también era posible que se dirigieran a alguna de las olvidadas, ruinosas y perdidas antiguas fortalezas de las Colinas del Viento, de las cuales la más meridional, Amon Sûl, había sido la mayor y más famosa, pero no la única. Pensaron que, cuanto más al noreste, más gente podrían unirse al grupo. Ergo, más peligro. Había que hostigarlos.

Thorongil asumió la responsabilidad de acercarse a ver cómo estaba la situación, así permitían descansar a Díndae, que había perseguido a esos hombres durante largas horas de vigilia.
Thorongil se acercó todo lo que pudo y observó: contó unos siete, con una tienda de campaña, y el carro como cobertura contra el viento. Encendieron dos hogueras y plantaron antorchas en un círculo para repeler posibles alimañas. Mala cosa, demasiada luz. Pero al montaraz no le daban las cuentas. Cuando estaba a punto de darse cuenta de que faltaban dos, escuchó pasos que se aproximaban en la nieve. Se puso a cubierto y lo más tapado por la nieve posible. De las sombras surgieron dos hombres.  A la pobre luz de la luna menguante vio que uno llevaba armadura ligera, era de los que habían ido con el carro todo el tiempo. Pero el otro... El otro iba en chaqueta de cota de malla, y llevaba una pesada capa de piuel de lobo sobre los hombros. Una enorme cicatriz triple surcaba su rostro, dejando uno de sus ojos totalmente blanco. Hablaban.
Uno decía que el carro iba lleno, y que el valor total oscilaría las mil monedas de oro en metales. Pero "la pieza viva" era de valor incalculable. Rieron. El de la cicatriz avisó que "el señor Draugor estaría satisfecho" y que pronto se reuniría con ellos "en el baluarte".
Thorongil estaba helado, pero tuvo que contener el fuego en su corazón para no levantarse y plantar cara a esos dos desalmados. Al rato se fueron de vuelta al campamento. También el montaraz.

El plan estaba claro: Díndae y Kargor subieron con sus arcos a una loma sobre el campamento, mientras Thorongil cerraba el círculo con su jabalina para los que vinieran hacia él. Y comenzó el hostigamiento: los arqueros (Díndae con más maestría que Kargor, al que había enseñado los rudimentos del tiro con arco) dispararon contra los vigías, dejando a dos abatidos... pero unos de ellos pudo gritar y dar la alarma. El campamento vibró de agitación, y reaccionó con prontitud, pero varias flechas más cayeron sobre él, dejando más heridos. Respondiendo al ataque, provocaron que los montaraces se pusieran a cubierto. Alguien logró apagar la hoguera que quedaba encendida en el centro del campo, dejando la situación a oscuras y en tablas.
Hubo una espera tensa y silenciosa en la que el grupo decidió atacar al cuerpo a cuerpo. En el ínterin pudieron ver cómo el jinete en cota de malla huía en su caballo, mientras los supervivientes se protegían con los escudos y salían por patas azuzando a los poneys del carro.
Los montaraces corrían detrás del carro. Díndae subió a una loma y disparó un par de flechas antes de que Kargor y Thorongil se enfrentaran cuerpo a cuerpo a aquellos hombres. Con una de sus flechas dejó tendido en el suelo, desangrándose por una pierna, a uno de los malhechores. Kargor abatió a uno con prontitud, y saltó al carro, desde donde partió el cráneo de otro que venía corriendo a la par. Thorongil arrojó su jabalina a la carrera, parando a otro, para luego cortar su pierna en dos bajo la rodilla con su enspada ancha.

Kargor frenó el carro, expoliado de parte del metal por los que habían huído. Había una caja-celda vacía. Quizá les había dado tiempo a llevarse también la "pieza viva". Maldición.

Al reagruparse miraron alrededor y oyeron los lamentos del pobre diablo que había abatido Díndae. Se agarraba la pantorrilla, con el hueso roto por la flecha y una buena hemorragia. Los tres dúnedain se acercaron al salteador con muy malas intenciones.


martes, 1 de noviembre de 2011

Jugador y Personaje: Rasgos Sociales

¿Dónde empieza uno y dónde acaba el otro?

Es una pregunta muy difícil de responder. Muchos jugadores eligen ser personajes afines a sí mismos, o como realmente les gustaría ser, o como una visión oscura de su personalidad. Pero siempre es complicado saber hasta dónde hubiera llegado un personaje, o hasta dónde un jugador... y más allá: ¿dónde hubiera cedido un personaje allí donde un jugador no cede?

Esta entrada busca una respuesta a una pregunta que surgió en claustro el otro día: ¿hasta dónde deben llegar las habilidades sociales de los personajes?

La pregunta lleva apareciendo en mis partidas casi desde que empecé a jugar a rol. Y supongo que siempre volverá a aparecer. La última vez que hizo acto de presencia fue en una situación en la que un jugador con un personaje carismático y con cierto liderazgo quería tomar una decisión de grupo, y un miembro no quiso aceptar los razonamientos ni argumentos del otro. 
Normalmente no dejo a personajes jugadores tirar habiliades sociales unos contra otros. Creo que siempre es mejor rolear la situación y ver qué ocurre. Pero no siempre es justo para todos. He visto a jugadores poco habladores o tímidos llevar a personajes carismáticos y con gran oratoria, gente a la que hubiéramos seguido con gusto... pero que, a causa del jugador, se quedaron en poco, sobre todo en la relación entre Pjs. 
Y es una lástima. Pero creo que el fallo era de los demás jugadores, que no discernían entre jugador y personaje.

La verdad, hay jugadores que se niegan a cambiar de actitud ante una tirada social, o una descripción social por parte del máster. De ese modo, les es muy difícil entender que alguien, por ser ese alguien, de entrada te caiga simpático (carisma alta), te intimide (ventaja o intimidación alta) o te sientas atraído (social, manipulación y atractivos altos). Así, sin tirada. Porque es así, y listo. A todos nos pasa en la vida real (que te presentan a alguien y te genere tales sentimientos a la primera). No es tan difícil extrapolarlo al rol.
Del mismo modo, hay jugadores (y másters) que consideran que una tirada lo resuelve todo, porque un éxito es un éxito, y un fallo un fallo. 

Yo me veo en un punto medio. Creo que las situaciones sociales deberían rolearse, pero después de la tirada de dados, en caso de que deba haberla. Si obtienes un éxito, rolea por un éxito. Si has fallado, duda, tartamudea, contradí tus propias palabras... ¡rolea! 

¿Y entre jugadores? Ésa es mi gran duda. Yo creo que lo mejor es fijarse en los valores de uno y otro, y que los propios jugadores actúen en consecuencia. Y si es sin que tenga que mediar el máster, ya sería Nivel Experto.
Imaginemos: 
"A" es una heroína guerrera alta, rubia y guapa con Carisma alta y gran poder de Oratoria. Intenta convencer a "B" de que lo siga al Pantano de la Condenación. "B" es un pobre hombre con Fuerza de Voluntad baja y de Inteligencia media. 
 "¿Ves? ¡Y tú decías que ésto sería aburrido!"

En una situación normal, "A" tendría muchas posibilidades de convencer a "B"... una argumentación sólida llegaría. Pero, ¿y si el jugador de "B" se niega y punto? ¿Habría que tirar dados y acogerse a lo que éstos dicten?

Es muy complicado, pero alguna solución habrá. Supongo que la típica será dejarse llevar por el buen juicio y el sentido común, tanto del máster como de los jugadores... pero debería haber algo menos voluble.
Entiendo que es difícil perder el control de tu personaje... pero, ¿no es tan difícil acaso ser tú el que le haga perder el control en favor de lo que tú elegirías, y no en lo que él mismo elegiría, si fuera real? Y al revés, ¿no es muy fuerte que alguien tire unos dados y en un golpe de suerte te convenza de cargar hacia una muerte segura?
Conste que lo hacemos diariamente con nuestros PNJs... lo malo es cuando nos lo hacen a nosotros.
Esto es material de tesis doctoral como mínimo...

lunes, 31 de octubre de 2011

Montaraces del Norte VII

Pasaron esa noche y todo el día siguiente en Norburgo con Argonui, Hilgor, Angion y Morgil.

Allí aprendieron sobre hierbas, sobre tradición y sobre algunas historias contadas a la luz y el calor del fuego. Entre todos limpiaron  la ciudad de cadáveres orcos. Díndae sugirió colocar las cabezas de los caídos en picas en las puertas exteriores como advertencia, pero Argonui dijo que no: prefería que los orcos no supieran qué pasó con sus compañeros que saberlo y revelarse a ellos de esa forma... los montaraces dependen del sigilo y de su discreción.
La amarga separación (sobre todo para Kargor) llegó al día siguiente. A medida que se alejaban de Fornost, mirando atrás y viendo cómo la manta de nieve se hacía más amplia entre ellos y la ciudad abandonada. Kargor miraba atrás y recordaba. Le había pedido a su señor servir en su escolta personal, pero Argonui, con cariño, había rechazado su ofrecimiento. Para compensar se habían intercambiado regalos: el Jefe de los Montaraces le había regalado su pipa y él un poco de hierba de la Cuaderna del Sur.
Tres días largos de camino los separaba de Bree y de los cálidos hogares del Poney Pisador. Siguieron ciñéndose al Camino Verde para viajar más rápido. Cuanto más al sur menos nieve caía, pero una capa blanca cubría toda la ruta y las tierras circundantes. Les pareció ver, con el rabillo del ojo, algo moverse entre los montículos de nieve... Díndae incluso disparó un par de flechas, pero nada más vieron... ¿Lobos?
Bree no los acogió bien, y el guarda de la puerta fue muy brusco y hostil. Al final reconoció a Kargor como el viajero que había cantado unas noches atrás en el Poney. Los dejó pasar a regañadientes.
El Poney estaba vacío, pero el señor Centenillo Mantecona los trató igual de bien que siempre. Parecía nervioso, eso sí. Dejando sus cosas en la habitación, Díndae y Kargor bajaron a cenar en la sala privada; Thorongil prefirió encamarse y cenar simplemente unas tostadas y leche con miel.
La cena, exquisita como siempre, tuvo como postre una conversación con Centenillo: las cosas iban mal. Al parecer indeseables habían rondado la zona, ladrones y salteadores de caminos, y había problemas con el comercio a y desde La Comarca. Algunas personas habían aparecido muertas en los caminos. De los sureños que habían investigado la última vez no había ni rastro, "y algunos hemos sumado dos más dos, si usted me entiende" dijo Mantecona.
Díndae decidió salir de noche y visitar la casa de los sureños. Mientras se preparaba intentaba presionar a sus compañeros para que alguno lo acompañara, pero ambos veían inútil el paseo bajo una incipiente nevada nocturna. El paseo fue corto e infructuoso: Díndae esquivó al guarda de la puerta sur, que regresaba de ser relevado, y logró abrir el cerrojo con sigilo y gran destreza, pero el interior estaba limpio y sin rastro. Dedujo que, tal vez, el concejo mandaba a limpiar estas casas para que nuevos inquilinos las encontraran a su gusto. Lógico.
A la mañana siguiente madrugaron y, al bajar a la sala común para el almuerzo, se encontraron con un conocido: el anciano viajero al que llaman Gandalf. Conversaron con él en cofianza, y le contaron sus planes:
 -Cumplir las órdenes de Argonui -dijo Kargor. - Ir a La Comarca y ayudar a la pequeña gente a reunir provisiones... Este invierno las van a pasar canutas: no te queda duda, anciano.
Pero Díndae, ceñudo, miró las imperfecciones de la mesa redonda de madera... los surcos recorrían la superficie, y no se veía dónde comenzaban, ni dónde acababan; algunos se unían y entrelazaban, otros se separaban.
-Yo no -dijo.-Hay en todo ésto de los salteadores algo que no me gusta. Creo que debemos investigarlo ahora que estamos aquí.
- Pero La Comarca -exclamó Kargor. -Debemos cumplir la orden de nuestro Capitán. Éso es prioritario: recuerda que somos sirvientes de nuestro señor; somos soldados juramentados, regidos por nuestra lealtad.
- Lo sé de sobras, Kargor -la mirada de Díndae no mostraba duda de ello-, pero creo que ahora somos realmente necesarios aquí. La Comarca, siguiendo el Camino del Este está a sólo un par de días... en una mañana podríamos rastrear la zona un tanto y averiguar algo, ver si tienen una guarida o algo así, y zanjar esta cuestión de raíz. Somos Montaraces del Norte, y mantener la paz del Rey demostrando a esos desalmados que esta tierra no es suya también es cumplir con nuestro señor Argonui.

Los dos se miraron, como midiendo el peso de sus argumentos. Thorongil miró a sus amigo y al mago, y continuó mirando afuera desde las ventanas del Poney, viendo caer la nieve en el pueblo, pero con la mirada ausente.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Montaraces del Norte VI

La herida no era gran cosa, pero dolía. Díndae la vendó bajo la mirada crispada de Thorongil. Qué mala suerte había tenido.
Los tres miraron al muro exterior de defensa de Fornost, y comenzaron el camino hacia las puertas derribadas hace tantos y tantos años. Díndae cargó el arco, Kargor cogió la espada con las dos manos y Thorongil tenía su espada y su daga. Eran tres montaraces del Norte, y nunca aceptarían orcos en Fornost.

Las puertas eran de acero, pero hacía mucho que artificios poderosos y hechizos terribles las habían arrancado de los muros y ahora yacían inertes, decoradas con las figuras de antiguos reyes ahora irreconocibles bajo la herrumbre, el barro, la hierba... Las otrora majestuosas puertas de Norburgo de los Reyes eran ahora un mero obstáculo para los tres dúnedain que, después de un momento donde en sus corazones se mezcló asombro, congoja y pesar, desviando la mirada de tan dolorosa visión, se internaron en la primera línea de muro.
Fornost contaba con tres murallas protegiendo la ciudad: una exterior que daba entrada a una zona de defensa; luego venía la primera muralla de la ciudad propiamente dicha, que protegía la ciudad baja; una tercera muralla protegía la ciudad alta. Una cuarta muralla cercaba la Ciudadela, donde se encontraban el Palacio y las edificaciones más regias y nobles de la capital.

Cuando llegaron a la Ciudad Baja, siguiendo un rastro difuso de orcos, quedaron de nuevo anonadados por la grandeza de la ciudad, a pesar de su oscuridad y abandono. El viento arrastraba sonidos de muerte, y el terror comenzó a apretar sus corazones. En la entrada de la ciudad había una estatua, alta y regia, mirando al oeste con brazos oferentes... pero era triste y terrible, pues los incontables años desde la caída de Fornost la habían  dejado irreconocible. Incluso alguien versado en antiguas tradiciones como Kargor fue incapaz de saber de qué rey se trataba, o incluso si lo había sido de Arnor o de Arthedain...
Fue entonces cuando Díndae, apuntando con el arco, vislumbró algo tras la arcada de un balcón: un sonajero... éso era lo que, seguramenta a miles por toda la ciudad, causaba aquel sonido inquietante. Se relajaron ante aquel descubrimiento, seguramente una trampa para gentes menos intrépidas. Entraron en una calle, seguramente la de los Lampareros, por lo que pudo inferir Kargor... Cuántas lámparas fueron fabricadas aquí por artesanos dedicados; a cuántos corazones apaciguaron con luz brillante en noches oscuras; a qué lugares remotos habían llevado la luz, más allá de Tharbad, a Valle, a Gondor... Kargor no podía saberlo, tal vez nadie.

Siguiendo la línea recta de la relativamente estrecha calle de los Lampareros llegaron a un punto donde el rastro se perdía: la piedra lisa estaba limpia, tal vez por la lluvia de días anteriores, pero no había ni polvo ni barro... ni rastro. Metros atrás Díndae cubría a sus dos compañeros. Ninguno vio al orco que asomaba oculto por un balcón, arco cargado y listo, salvo al último momento. Kargor y Thorongil corrieron cubriendo sus cabezas, y el disparo erró por poco a los pies del primero.
Díndae avanzó unos pasos, apuntó y atravesó el cráneo de la asquerosa criatura. A cubierto por la balaustrada, Kargor buscó la puerta, viendo sólo unas escaleras ascendentes la mitad de ellas ocultas por la oscuridad, y se disponía a atravesar el umbral hacia el piso superior sin pensar en las consecuencias. Con la mente más templada, Thorongil agarró su hombro y lo empujó contra la pared, gritando en un susurro un "¿Pero qué crees que haces? ¡Piensa un poco!".
Kargor se quedó apoyado contra la pared, con los ojos llenos de rabia, pero acongojado por la emboscada en la que podría haber caído. Thorongil se adelantó, sabiéndose a cubierto desde la calle por Díndae. Asomó por el umbral de la puerta (ninguna de las casas contaba realmente con puertas: la madera se había podrido hace mucho en demasiadas de ellas) y sólo vio negrura. Con cuidado, y atento a cualquier ruido, comenzó a ascender. La escalera surgía directamente del suelo de la habitación. Asomándose lenta y cuidadosamente, Thorongil miró alrededor. Nada. Emergía a un cuarto amplio con varias puertas y una balconada en cuyo balaustre colgaba inerte el orco que Díndae había matado, pero no había rastro del otro. Dos pequeños macutos se apoyaban contra la pared.
Recuperado, Kargor subió a ayudar a su compañero, mientras Díndae, con otra flecha lista desde hacía rato, no perdía ojo de cualquier movimiento. Thorongil registró las habitaciones, vacías, pero un claro rastro apurado llegaba hasta el otro extremo de vivienda y parecía descender por una calle paralela a la de los Lampareros. En los macutos Kargor no encontró más que escoria orca, salvo un curioso mapa compuesto de tablillas cosidas, que, tras pensarlo un poco, parecía de la propia Norburgo... ¿orcos explorando la ciudad?

Thorongil repartió órdenes: Díndae y Kargor seguirían al norte por la calle de los Lampareros, y él se descolgaría por la paralela al otro lado de la vivienda, también al norte. Apuraron el paso y, al llegar al lugar donde ambas calles se unían, cerca de la muralla de la ciudad alta, el orco los emboscó. Thorongil vio al orco a cubierto en la calle, pero no pudo avisar a sus compañeros. Díndae avanzaba rápido y agazapado, con el arco a un lado cargado y Kargor detrás a pocos pasos, y no vio al orco ante él, a unas 15 yardas, hasta que fue tarde. El snaga sonrió, y justo antes de poder disparar cayó al suelo con dos flachas atravesándole el pecho. Todos se miraron y luego miraron la dirección de donde podrían haber surgido las flechas. Un personaje embozado, con capa hasta los tobillos y un hermos arco largo de tejo salió de las sombras y saludo cortésmente al grupo. Echando atrás la capucha enseñó un rostro curtido por los años, con mirada austera e inflexible, pero a la vez bondadosa. Alto, de pelo negro y ojos grises, poca duda había de su origen.
- Aiya, isil síla lumen omentielvo -dijo el recién llegado.
- Sin duda la luna ha brillado en nuestro encuentro... si sólo estáis vos aquí, señor, un disparo así es realmente digno de alabanza. Pero, ¿quién sois y qué hacéis aquí? -dijeron los muchachos- Nosotros somos montaraces y vos sin duda pertenecéis a los Fieles del Oeste, o nuestros ojos nos engañan- Así dijeron, pues en el arquero veían el rostro de alguien de la estirpe de Númenor.
- Mi nombre es... Arion -respondió el arquero.- Soy montaraz también, y vengo de tanto en tanto a Norburgo, pues es una zona que mi grupo tiene asignada.
- ¿Grupo? Entonces no estáis solo. Ya me lo figuraba al ver las dos flechas - dijo Díndae.
- En verdad estaba solo, hasta ahora. Las dos flechas son mérito de la destreza; una desteza que, con la práctica de los años también os llegará a vos... si el frío de la noche no nos convierte en estatuas de hielo. Burrrr! ¡Seguidme! Tengo un brasero oculto en una casa cercana.
El paseo fue corto, pero muy agradable. Arion les explicaba qué calle era ésta o aquélla, que hacia allá estaban los mejores parques con fuentes chorreantes, o que allí era donde estaba la gran biblioteca pública, menor que la de Annuminas, pero abierta a todos. Diez siglos atrás, claro.

Arion ocupaba una casa de dos pisos, y escondía un brasero ardiente en el piso superior, difícil de ver desde la distancia al ser aquél un edificio oculto entre otros más altos, y difícil de ver desde la calle, al estar la habitación en zona interior y con pocas ventanas, todas cerradas con contraventanas. Arion había conseguido que las brasas casi no humearan. Trucos de montaraz viejo, supusieron.
Compartieron cena y detalles de sus misiones. Al parecer el grupo de Arion debería volver raudo desde Annuminas, mientras él registraba Fornost. Ellos tres explicaron lo que habían visto y vivido: los lobos, el troll, los orcos... el Frío.
Intentaron llegar a una conclusión (¿era el Frío producto de Angmar? el Rey de las Brujas había sido expulsado de aquel infecundo lugar en tiempos del desafortunado Rey Arvedui, y no había vuelto... ¿o sí? Y, ¿por qué se acercaban los orcos a Fornost... y con un mapa? ¿Y la daga élfica y el anillo de Cisne, y el texto oculto del pergamino? ¿Qué hacían en la cueva de un troll?) pero el sopor cayó sobre ellos.


Fue en la segunda guardia (la de Díndae) en que éste oyó ruidos por la ciudad. Tomó la daga élfica y se acercó a la puerta de la estancia, y una exclamación de asombro se ahogó en su garganta: ¡la daga tenía un ligero brillo espectral por toda su hoja! Pero, de repente, al brillo cesó.
A los pocos minutos, el asombrado Díndae escuchó ruido en el umbral... había alguien entrando en la casa. Rápidamente despertó a Arion y al resto, sólo para ver cómo tres altos hombres entraban en la casa, com mirada curiosa, Arion los saludó y presentó al resto. Somnolientos, compartieron una ligera cena con los tres recién llegados: Hilgor, Angion y Morgil, también montaraces veteranos del Norte.
Compartieron últimas noticias, y negaron que los orcos fueran tantos, no así los lobos. Acababan de matar a unos orcos justo en la ciudad baja, pero no se veían en gran número. Debían quedar pocos y no se arriesgaban ni exponían.
- Los enanos los habían masacrado en las Montañas Nubladas en tiempos de Arathorn, vuestro padre. ¿verdad mi señor?
Los tres bisoños se quedaron de una pieza. Díndae lo adivinó primero por el trato que dispensaban a Arion... Arion, claro: un juego de palabras... "Hijo de Reyes". Aquel que tenían delante no era otro que Argonui, hijo de Arathorn, Jefe de los Montaraces del Norte, padre de su capitán Arador. Éste sonrió.
Siguieron hablando, ahora más comedidos y usando más el raciocinio que la pasión propia de la juventud, pero el debate no decayó. Tal vez, dijeron, sabían de su presencia en Norburgo y por eso se habían atrevido a entrar en la ciudad. Pero, ¿y los lobos? ¿por qué su presencia, y comandados por huargos? ¿y el Frío? El Frío, que pareció escuchar ser mencionado, hincó aún más sus dientes y, ante el asombro de todos, Argonui se levantó por impulso y abrió el ventanuco: enormes copos de nieve caían cubriendo la ciudad con una capa blanca.
Procuraron avivar las brasas y se arrebujaron, quedándose Angion de guardia.
Los tres compañeros durmieron a pierna suelta, y soñaron. Un enorme mar blanco cubría todo. La nieve sepultaba el mundo y Argonui, junto a ellos, les sonreía como un abuelo bondadoso. Pero pronto les decía que debían continuar su viaje, y él se alejaba en dirección a lo más profundo de la nevada.
Se despertaron hacia mediodía, a la vez y sorprendidos de haber dormido tanto. Un almuerzo caliente les avivó el ánimo, y Hilgor les indicó después dónde estaban algunos de los almacenes ocultos donde rearmarse. Díndae sustituyó su arco y sus flechas por un arco largo, parecido aunque de menor linaje que el de Argonui. Thorongil, por su parte, tomó una jabalina y un nuevo escudo, en sustitución de los que el troll le había destrozado.

Esa mañana se prepararon para partir al sur, cosa que Argonui les había pedido: que avisaran a Bree y a la Comarca, y que convencieran a Arador de reunir provisiones para el cruel invierno que, fuera cual fuera la causa, se avecinaba.

martes, 18 de octubre de 2011

Montaraces del Norte V

El sudor perlaba su frente y el cansancio atizaba sus piernas, pero los montaraces no podían, no debían, dejar de correr.


Llevaban varios minutos corriendo campo a través, cruzando la noche como silenciosas figuras, aprovechando el viento racheado para no ser detectados ni por los lobos ni por sus jinetes. Se refugiaban entre las grandes piedras que surgían del suelo oscuro, mientras la luna creciente se ocultaba tras nubes negras y la penumbra lo ocupaba todo.
Casi sin poder hablar se detuvieron, a cubierto tras unos arbustos secos y unas rocas. fue entonces cuando se percataron: ¿dónde estaba Kargor? Díndae y Thorongil miraron desesperados alrededor; en algún momento se habían separado, y el guerrero debía haber perdido el rumbo. Era el menos experto en rastreo u orientación, y éso desalentó a sus compañeros. Rápidamente recularon, viendo de lejos en la oscuridad las sombras recortadas de algunos de sus perseguidores. Intentaron recordar lo que les habían contado de esta región: Las Colinas de los Vientos, o del Tiempo, según con quien hablaras. Se encontraban en la linde norte. Sesenta millas al sur encontrarían la atalaya de Amon Sûl, y a la misma distancia, al norte, Fornost Erain. En esta zona había ciertos riachuelos, y los dos montaraces se dispusieron a buscarlos para ocultar su rastro mientras volvían a por Kargor. Durante cerca de una hora rastrearon y buscaron pistas de dónde podría haber ido, pero la búsqueda combinada con intentar no ser detectados por los orcos era tarea árdua. 
Un grito cercano, sordo y doloroso, llegó a sus oídos. Avanzaron con cautela, atravesando una pequeña corriente fría que manaba de las colinas y, pocas yardas adelante, vieron a un guerrero frente a un huargo. Blandía un mandoble en guardia relajada, esperando el ataque. El bulto de un orco en el suelo, muerto, se distinguía a pocos metros del espadachín. 
El huargo huyó, y Kargor miró a los dos recién llegados con una sonrisa.
- ¿Dónde os habíais metido? -susurró mientras limpiaba su espada.

Kargor corrió como el que más, pero llegó un momento en que se percató de que corría solo. No veía por ninguna parte a ninguno de sus compañeros, pero notaba el aliento de los huargos a su espalda. Logró escabullirse entre matorrales, arbustos y roca viva, hasta que cayó de bruces sobre un lodazal cubierto de helechos. Un olor agradable y penetrante lo impregnaba todo.
Kargor preparó la espada, pero se mantuvo tumbado de frente. Un huargo con jinete pasó muy cerca, a menos de diez yardas, pero siguió como si no hubiera detectado su presencia. Tal vez las fragancias aromáticas lo protegían.
Al fin vio que el lobo giraba y olisqueaba, y Kargor decidió dar la cara. Se puso en pie, y el jinete cargó de frente contra él. Ambos contendientes lanzaron sus ataques, pero la rapidez del dúnadan fue superior... La mano mutilada del orco, con la espada todavía aferrada, voló por los aires. El jinete rodó y cayó al suelo, mientras el lobo resbalaba por el lodazal , consiguiendo frenar a unos quince metros del montaraz.
Remató al orco y corigió su postura para enfrentarse al huargo. Los ojos rojos de la bestia, más pequeña pero igual de temible que la que habían matado en el aserradero de Chet, eran dos ascuas  flotando en el aire.
Entonces Kargor oyó un ruido que venía de su flanco derecho. Sonrió, pensando que cuantos más, mejor. Miró y vio acercarse a dos figuras altas. El huargo giró sobre sus patas traseras y huyó.
Reconociendo a sus amigos, el montaraz sólo pudo mirarlos curioso con su eterna sonrisa dibujada en el rostro.
- ¿Dónde os habíais metido? -susurró mientras limpiaba su espada.

 El orco no llevaba nada de valor, pero tenía unos extraños símbolos, como tatuajes hechos con quemaduras, que podían representar antiguos ideogramas de Carn Dûm, el bastión de Angmar.
Carn Dûm... el horror del Norte
Decidieron acercarse al campamento orco, intentando reunir información. Kargor, escarmentado, prefirió quedarse cerca del riachuelo, mientras Díndae y Thorongil se acercaban a una ligera colina de piedra cubierta de setos. Al otro lado estaba el campamento. De repente, de las sombras surgió un orco. Estaba a unos 20 metros, y miraba en otra dirección. Thorongil iba a recomendar un plan de acción cuando, pillado por sorpresa, Díndae reaccionó por instinto: la flecha salió de su arco antes que Thorongil pudiera decir "Elbereth", y se clavó con gran precisión en el torso del orco, matándolo casi al instante.
La vergüenza tño de rojo la cara del arquero, mientras Thorongil callaba con rostro duro una reprimenda, seguramente merecida. Todos eran bisoños y novatos, pero el error era imperdonable en las tierras salvajes.

Acercándose, vieron que desde el campamento parecían haberse percatado de la desaparición del vigía, y alguno de los orcos se acercaba a curiosear, con paso lento y atento. Los dos montaraces decidieron alejarse en dirección a Kargor. Parecían predestinados a no acercarse a aquel grupo.
Fornost Erain: Los Muros de los Muertos

Los tres dúnedain ocultaron su rastro siguiendo el riachuelo al este, acercándose a la linde norte de las Colinas del Viento. Acechantes, subieron por las colinas, viendo cómo el terreno iba quedando cada vez más abajo, y vislumbrando el fuego de campamento de los orcos. Allí, entre rocas y brezos, acamparon. Se arrebujaron en las capas y establecieron un orden de guardias, siempre vigilando la ruta que habían usado y el campamento. Poco duró la guardia, ya que los orcos decidieron levantar el campamento cuando la luna estaba en el cénit.
Parecía que seguían rumbo noreste... Las llanuras de Eriador, tal vez rumbo a Carn Dûm, el Monte Gram... Angmar... Era una ruta inútil, pues sabían a dónde llevaba. Al amanecer bajaron y rastrearon el campamento. Kargor recordó la fragancia de las plantas donde se había escondido, y se la describió a los otros dos que, pensativos y olisqueando sus ropas, decidieron que se trataba de la hoja de Ur, un matorral que suele dar bellotas comestibles, capaces de matener a un hombre activo un día entero. Pero al rastrear la zona vieron que la planta estaba malograda, y que quizá era por el brusco cambio de tiempo que se avecinaba.
El criterio de Kargor (seguir rumbo a Fornost) prevaleció, y se prepararon para 4 días de marcha al norte.
Se detuvieron lo necesario (consiguiendo cazar un jabalí, que sumaron a sus provisones) y los muros de Fornost aparecieron ante ellos, agazapada bajo las Quebradas del Norte.

En el camino se detuvieron, caída la noche del cuarto día desde que partieran de las Colinas de los Vientos, en una loma baja y pedregosa, a admirar los muros de Norburgo, la otrora capital de Arthedain, ahora abandonada y solitaria.
Díndae agarró, de pronto y sin mediar palabra, a sus dos compañeros de las capas y los tiró al suelo: una pequeña fila de orcos, ocho desde aquí, se encaminaba a la puerta de la ciudad. Los observaron un rato, y al final vieron cómo el grupo se dividía: cinco se quedaban fuera, atentos a la ciudad, y dos orcos arqueros entraban agazapados. Los montaraces casi podían oler su miedo.

Thorongil los guió: se acercaron, cubriéndose por la noche, los matorrales y las rocas, hasta una posición en embudo donde él y Kargor podrían atacar a los orcos que se acercaran entrando de uno en uno, y Díndae los atravesaría con sus flechas.
El primer disparo impactó en el hombro del que parecía el más grande, un orco de poco más de metro y medio. Tres echaron a correr hacia ellos, mientras un cuarto ayudaba a su jefe. La trampa estaba servida. A medida que se acercaban a Díndae, o morían por sus flechas, o atravesados por las hojas de los otros dos dúnedain. La lucha fue corta y sangrienta, y el resultado fue el de cinco orcos muertos y un montaraz con un rasguño en un brazo.

Allí, a cubierto por la noche, acecharon las puertas del Muro de los Muertos, mientras recuperaban el aliento, las flechas y se curaban.

jueves, 13 de octubre de 2011

Montaraces del Norte IV

La cueva del troll era pequeña... una guarida solitaria, tal vez.
En su interior encontraron los restos de dos cuerpos reducidos a huesos quemados y mordisqueados. Al principio pensaron que serían dos medianos, pero los esqueletos resultaron ser de dos niños. Por respeto cogieron sus cráneos y los guardaron en un saco, así como sus colgantes (unas bolsitas con amuletos que las madres de los muchachos de las Tierras de Bree cuelgan del cuello de sus hijos... de poco les habían valido a éstos).
También encontraron un pequeño pero pesado baúl entre restos y despojos variados. Díndae sabía cómo forzarlo, y en su interior encontraron un pliego de papel, de factura élfica por los comentarios de Kargor, una daga muy bien labrada y un anillo de plata brillante, en la forma de un cisne de alas desplegadas.

Una vez de vuelta en Archet se dirigieron directamente a la guarnición (un pequeño edificio de piedra de dos pisos y medio, que hace las veces de torre y baluarte de la pequeña población) para hablar con el sheriff, un tal Ham Hojaclara que, impresionado al saber de la muerte del troll (ser que él consideraba mítico) agradeció a los montaraces su intervención, así como el rescate de las calaveras de los muchachos que, seguramente, serían de Combe (los montaraces pidieron al sheriff si podía encargarse de este asunto); mandó recado a Jungo Manzano, propietario de la taberna, para que les cediera sitio para dormir esa noche. Rápidamente el sheriff Hojaclara se puso a redactar cartas, mientras los dúnedain volvían al establecimiento de Manzano. Allí cenaron y debatieron qué hacer al día siguiente.
El plan estaba claro: seguir al Norte, en dirección a Fornost. Al despuntar el alba se prepararon, pero fueron interceptados por en sheriff: pedía si podrían inspeccionar un nuevo aserradero al norte del bosque de Chet, con varias familias con niños. El sheriff temía por sus vidas. Los montaraces aceptaron, claro.
Atravesar en bosque de Chet no es una gran hazaña pero, a sabiendas de las nuevas criaturas que lo poblaban, avanzaron cautelosamente. Thorongil rastreaba el camino al aserradero, Díndae iba detrás borrando el rastro y de paso buscando huellas de otros, mientras Kargor iba en el medio de los dos, deduciendo que así es como viven los reyes.
El rastro al aserradero era claro, y Díndae encontró un rastro de lobos... que también iba hacia allí. En un par de horas llegaron a la linde del bosque y vieron las primeras edificaciones, hechas en madera.
No se oía nada, ni se veía un alma. Díndae preparó el arco, clavó varias flechas en el suelo y cargó otra. Mientras, Thorongil y Kargor, espadas listas, avanzaban... uno por la derecha y otro por la izquierda.

Pocos pasos después, al rodear un almacén, Kargor vio de frente un lobo. Desenfilado para Díndae, pues el edificio lo tapaba, el animal devoraba los restos de un hombre. En las proximidades había más cadáveres, casi todos desmembrados. El lobo, que estaba de espaldas, presintió al dúnadan... se giró y sonrió maliciosamente.
-El siguiente eres tú, montaraz -masculló la criatura con voz sepulcral.
Kargor reculaba sonriendo también, esperando a que Díndae tuviera a tiro al huargo.
- Creo que te equivocas... pronto morirás, y yo me reiré sobre tus restos -Kargor vio cómo Thorongil apareceía por detrás del edificio, a varios metros, pero con la espada lista.
Díndae fue más rápido. Al ver al huargo apuntó con calma desde su posición, y la flecha partió desde su arco en dirección al torso. Quisieron los Valar que el impacto fuera en plena sien, haciendo caer a la criatura de golpe al suelo resoplando. Kargor la remató con jactancia.

Registraron todo y comprobaron que el número de muertos concordaba con el número de trabajadores que el sheriff les había dado. Clavaron la carta en un edificio y partieron siguiendo las numerosas huellas de lobos al noreste: aquella gente merecía ser vengada.
La ruta, yendo a toda velocidad, los llevó a unas millas de la linde norte de las Colinas del Tiempo. Resguardándose en la noche vieron, acampados, a un grupo de no menos de 10 huargos y unos 5 trasgos. Discutían y aullaban en su lengua inmunda. Los tres montaraces se acercaron cuanto pudieron, asombrados ante tal estampa.
La mala suerte quiso que Kargor apoyara mal un pie y arrastrara polvo y piedras, llamando la atención de los acampados...

jueves, 6 de octubre de 2011

Montaraces del Norte III

Cayó la noche y con ella llegó el silencio. El Poney Pisador se vació, y los tres montaraces, después de recibir la simpatía de algunos parroquianos, se agruparon para decidir qué hacer.
Una vez acordado, Thorongil y Kargor siguieron a los dos "sureños", mientras Díndae subía a las habitaciones a por las capas y las espadas. 
El más joven de los tres, cargado con ese equipo, acabó encontrando a los otros dos  ocultos tras la esquina de una casa... Al parecer los dos individuos se habían colado en una de las casas que daban al Camino del Este. Era de planta baja, cuadrada y de ladrillo, con un sucio y descuidado jardín en la entrada que contrastaba con el de las dos casas lindantes; se encontraba a unos 150 metros de la puerta del sur. Thorongil se acercó para husmear, pero sólo logró ver el interior (austero, iluminado sólo por las brasas de la chimenea), con los dos sureños dentro. Hablaban mientras uno comía, en un idioma extraño y desconocido para nuestros montaraces. Contra la pared había un cayado, en el suelo bártulos de viaje y, girando alrededor de la casa, vió un establo pequeño dentro del cual descansaba un poney de monta.

Decidieron, ya que no veían nada irregular en ello, volver a la posada con una excepción: Díndae se quedaría un rato más. Y así, mientras los otros dos descansaban, el joven montaraz vigilaba la casa. Casi un par de horas después, pasada ya la medianoche, uno de los sureños salió de la casa y, sin despedirse, cogió el poney y puso rumbo este. Díndae viajaba entre las sombras, imperceptible, mientras el sureño atravesaba la puerta después de intercambiar unas cortas palabras no demasiado agradables, por lo visto, con el guarda. Mientras cerraba y se acomodaba, Díndae lo saludó, lo que provocó un terrible susto para el hombre.
-¡Uno no se puede acercar así a otra persona, caballero, si usted me entiende! Es impropio y poco decente. 
Díndae se disculpó, y trató con amabilidad al vigilante, trantando de averiguar algo del sureño. Nada sabía, salvo que venían de Carcad, o Zartán, o algo así (Tharbad, infirió el dúnadan).  
Díndae pidió permiso para salir de la ciudad, pero el vigía le respondió que luego no podría volver a entrar... órdenes del alcalde. El dúnadan se despidió de todas maneras, resuelto a seguir el rastro del sureño y su poney.
Y así lo habría hecho de no haber confundido las huellas... con las de un caballo rumbo al este. Tarde (casi dos horas después) fue cuando se dio cuenta de su error, y se vio obligado a volver a Bree. Saltando la cerca del pueblo como una sombra que cruza la noche, Díndae volvió a la posada.
Al día siguiente compartieron almuerzo y novedades, y Kargor preguntó al muchacho que les preparó el desayuno datos sobre la casa de los sureños. Resultaba que era una casa del concejo de Bree, de un lote propio que solía alquilar a comerciantes y demás viajeros, sobre todo cuando el Poney Pisador estaba lleno, o para largas estancias, como por ejemplo la Feria de Otoño. Poco más pudieron averiguar del tema, así que decidieronpartir hacia Archet, donde el señor Manzano había matado aquel huargo.
Archet está muy cerca de Bree, a poco menos de 3 millas siguiendo el Camino Verde y luego internándose por una senda en el interior del ubérrimo bosque de Chet. Para unos montaraces, incluso novatos, fue un paseo matutino.
 
Una vez allí conocieron a un hobbit jovial que regentaba una taberna que resultó ser familiar del tal Manzano. Allí esperaron a que viniera del campo a tomar su segundo desayuno. Se presentaron, intentando ser amables, y consiguieron que un en principio arisco y luego más tratable hobbit les hablase del huargo.

Todo era verdad: Fungo Manzano cazaba en el bosque de Chet, siguiendo el rastro de un cervatillo, cuando un huargo enorme (qué no es enorme para un mediano, me pregunto) le salió al paso y se avalanzó sobre él. El hobbit soltó la flecha y ésta, guiada tal vez por el mismísimo Oromë, se incrustó en el ojo de la bestia, matándola al instante. Varios testigos acudieron, dando fe de todo, pero en menos de un par de horas la criatura se deshizo, dejando tan sólo hierba quemada. En aquella alegre taberna, a la clara luz del sol frío de finales de septiembre, era más fácil hablar, por lo que también se enteraron que no eran sólo huargos lo que se empezaban a ver por el bosque... otras criaturas terribles rondaban, llegadas tal vez del Norte. La palabra troll se oyó más de una vez. Los tres dúnedain decidieron ir al lugar del encuentro, con la esperanza de encontrar algún rastro.
En poco tiempo llegaron, y vieron sin lugar a dudas la tierra quemada en un claro, justo donde el hobbit les había dicho que estaría. Rastrearon la zona, y la fortuna del acompañó de dos formas: Thorongil encontró un par de plantas de athelas frescas, y un rastro, pero no de huargo... efectivamente, los trolls de Etten habían bajado hasta Chet.
Siguiendo el rastro dieron con un talud en cuya bajada había una pequeña cascada que daba a un riachuelo escuálido. Cerca se habría una entrada de roca, una pequena cueva en la que el rastro parecía acabar. Díndae miró al cielo: cerca de las cuatro de la tarde... Había tiempo.
Ni cortos ni perezosos recogieron leña seca y leña y hojas verdes, para hacer una fogata que expulsar mucho humo, con la intención de llenar la cueva y provocar que los trolls salieran al exterior. El truco funcionó en parte: un furioso troll de los bosques se perfiló más allá de la entrada. Thorongil, confiando en la luz diurna, se acercó a la entrada: una roca salió volando del interior y lo hubiera matado de no haber estado protegido por el escudo. Asombrado, se levantó del suelo mirando las tiras de cuero y astillas que colgaban de su antebrazo izquierdo, y rápidamente se apartó de la línea de tiro del troll. Arrojó su jabalina al interior, pero de nada sirvió.
Díndae, con la tranquilidad que el sol le proporcionaba, comenzó a disparar a voluntad su arco corto. De las ocho o diez flachas que usó, pocas consiguieron hacer mella en la enorma criatura. El tiempo pasó y, las flechas se tornaron de fuego (con tela y aceite) intentando hacer más daño al horrible ser.
Pero la oscuridad caía y las nubes la apoyaban. En un intento desesperado, y bajo la oscuridad que ahora lo protegía, el troll salió al exterior. Díndae lo asaeteó mientras Thorongil plantaba cara... ¿Cuánto podría resistir? Uno, dos golpes de aquel garrote, quizá. Pero Kargor, que no había estado ocioso, cayó desde lo alto del talud sobre el troll.
-¡Arnor! -gritó mientras su mandoble se hundía en la carne del troll.
Éste, dividido entre los dos dúnedain, y atento a las flechas que impactaban contra él continuamente, no pudo hacer demasiado. Una estocada de Thorongil, un ligero corte, fue suficiente como para distraerlo y permitir que Kargor, tomando su arma con la técnica de la media-espada, atravesara a la infecta criatura.
Quisieron los Valar que, al caer el troll al suelo, se abrieran de nuevo las oscuras nubes, tornando carne sanguinolenta en roca.

Impresionados por lo que acababan de hacer (bueno, Kargor nunca admitiría ésto) los tres dúnedain entonaron una íntima y susurrada oración de agradecimiento mirando al Oeste.