La cueva del troll era pequeña... una guarida solitaria, tal vez.
En su interior encontraron los restos de dos cuerpos reducidos a huesos quemados y mordisqueados. Al principio pensaron que serían dos medianos, pero los esqueletos resultaron ser de dos niños. Por respeto cogieron sus cráneos y los guardaron en un saco, así como sus colgantes (unas bolsitas con amuletos que las madres de los muchachos de las Tierras de Bree cuelgan del cuello de sus hijos... de poco les habían valido a éstos).
También encontraron un pequeño pero pesado baúl entre restos y despojos variados. Díndae sabía cómo forzarlo, y en su interior encontraron un pliego de papel, de factura élfica por los comentarios de Kargor, una daga muy bien labrada y un anillo de plata brillante, en la forma de un cisne de alas desplegadas.
Una vez de vuelta en Archet se dirigieron directamente a la guarnición (un pequeño edificio de piedra de dos pisos y medio, que hace las veces de torre y baluarte de la pequeña población) para hablar con el sheriff, un tal Ham Hojaclara que, impresionado al saber de la muerte del troll (ser que él consideraba mítico) agradeció a los montaraces su intervención, así como el rescate de las calaveras de los muchachos que, seguramente, serían de Combe (los montaraces pidieron al sheriff si podía encargarse de este asunto); mandó recado a Jungo Manzano, propietario de la taberna, para que les cediera sitio para dormir esa noche. Rápidamente el sheriff Hojaclara se puso a redactar cartas, mientras los dúnedain volvían al establecimiento de Manzano. Allí cenaron y debatieron qué hacer al día siguiente.
El plan estaba claro: seguir al Norte, en dirección a Fornost. Al despuntar el alba se prepararon, pero fueron interceptados por en sheriff: pedía si podrían inspeccionar un nuevo aserradero al norte del bosque de Chet, con varias familias con niños. El sheriff temía por sus vidas. Los montaraces aceptaron, claro.
Atravesar en bosque de Chet no es una gran hazaña pero, a sabiendas de las nuevas criaturas que lo poblaban, avanzaron cautelosamente. Thorongil rastreaba el camino al aserradero, Díndae iba detrás borrando el rastro y de paso buscando huellas de otros, mientras Kargor iba en el medio de los dos, deduciendo que así es como viven los reyes.
El rastro al aserradero era claro, y Díndae encontró un rastro de lobos... que también iba hacia allí. En un par de horas llegaron a la linde del bosque y vieron las primeras edificaciones, hechas en madera.
No se oía nada, ni se veía un alma. Díndae preparó el arco, clavó varias flechas en el suelo y cargó otra. Mientras, Thorongil y Kargor, espadas listas, avanzaban... uno por la derecha y otro por la izquierda.
Pocos pasos después, al rodear un almacén, Kargor vio de frente un lobo. Desenfilado para Díndae, pues el edificio lo tapaba, el animal devoraba los restos de un hombre. En las proximidades había más cadáveres, casi todos desmembrados. El lobo, que estaba de espaldas, presintió al dúnadan... se giró y sonrió maliciosamente.
-El siguiente eres tú, montaraz -masculló la criatura con voz sepulcral.
Kargor reculaba sonriendo también, esperando a que Díndae tuviera a tiro al huargo.
- Creo que te equivocas... pronto morirás, y yo me reiré sobre tus restos -Kargor vio cómo Thorongil apareceía por detrás del edificio, a varios metros, pero con la espada lista.
Díndae fue más rápido. Al ver al huargo apuntó con calma desde su posición, y la flecha partió desde su arco en dirección al torso. Quisieron los Valar que el impacto fuera en plena sien, haciendo caer a la criatura de golpe al suelo resoplando. Kargor la remató con jactancia.
Registraron todo y comprobaron que el número de muertos concordaba con el número de trabajadores que el sheriff les había dado. Clavaron la carta en un edificio y partieron siguiendo las numerosas huellas de lobos al noreste: aquella gente merecía ser vengada.
La ruta, yendo a toda velocidad, los llevó a unas millas de la linde norte de las Colinas del Tiempo. Resguardándose en la noche vieron, acampados, a un grupo de no menos de 10 huargos y unos 5 trasgos. Discutían y aullaban en su lengua inmunda. Los tres montaraces se acercaron cuanto pudieron, asombrados ante tal estampa.
La mala suerte quiso que Kargor apoyara mal un pie y arrastrara polvo y piedras, llamando la atención de los acampados...
También encontraron un pequeño pero pesado baúl entre restos y despojos variados. Díndae sabía cómo forzarlo, y en su interior encontraron un pliego de papel, de factura élfica por los comentarios de Kargor, una daga muy bien labrada y un anillo de plata brillante, en la forma de un cisne de alas desplegadas.
Una vez de vuelta en Archet se dirigieron directamente a la guarnición (un pequeño edificio de piedra de dos pisos y medio, que hace las veces de torre y baluarte de la pequeña población) para hablar con el sheriff, un tal Ham Hojaclara que, impresionado al saber de la muerte del troll (ser que él consideraba mítico) agradeció a los montaraces su intervención, así como el rescate de las calaveras de los muchachos que, seguramente, serían de Combe (los montaraces pidieron al sheriff si podía encargarse de este asunto); mandó recado a Jungo Manzano, propietario de la taberna, para que les cediera sitio para dormir esa noche. Rápidamente el sheriff Hojaclara se puso a redactar cartas, mientras los dúnedain volvían al establecimiento de Manzano. Allí cenaron y debatieron qué hacer al día siguiente.
El plan estaba claro: seguir al Norte, en dirección a Fornost. Al despuntar el alba se prepararon, pero fueron interceptados por en sheriff: pedía si podrían inspeccionar un nuevo aserradero al norte del bosque de Chet, con varias familias con niños. El sheriff temía por sus vidas. Los montaraces aceptaron, claro.
Atravesar en bosque de Chet no es una gran hazaña pero, a sabiendas de las nuevas criaturas que lo poblaban, avanzaron cautelosamente. Thorongil rastreaba el camino al aserradero, Díndae iba detrás borrando el rastro y de paso buscando huellas de otros, mientras Kargor iba en el medio de los dos, deduciendo que así es como viven los reyes.
El rastro al aserradero era claro, y Díndae encontró un rastro de lobos... que también iba hacia allí. En un par de horas llegaron a la linde del bosque y vieron las primeras edificaciones, hechas en madera.
No se oía nada, ni se veía un alma. Díndae preparó el arco, clavó varias flechas en el suelo y cargó otra. Mientras, Thorongil y Kargor, espadas listas, avanzaban... uno por la derecha y otro por la izquierda.
Pocos pasos después, al rodear un almacén, Kargor vio de frente un lobo. Desenfilado para Díndae, pues el edificio lo tapaba, el animal devoraba los restos de un hombre. En las proximidades había más cadáveres, casi todos desmembrados. El lobo, que estaba de espaldas, presintió al dúnadan... se giró y sonrió maliciosamente.
-El siguiente eres tú, montaraz -masculló la criatura con voz sepulcral.
Kargor reculaba sonriendo también, esperando a que Díndae tuviera a tiro al huargo.
- Creo que te equivocas... pronto morirás, y yo me reiré sobre tus restos -Kargor vio cómo Thorongil apareceía por detrás del edificio, a varios metros, pero con la espada lista.
Díndae fue más rápido. Al ver al huargo apuntó con calma desde su posición, y la flecha partió desde su arco en dirección al torso. Quisieron los Valar que el impacto fuera en plena sien, haciendo caer a la criatura de golpe al suelo resoplando. Kargor la remató con jactancia.
Registraron todo y comprobaron que el número de muertos concordaba con el número de trabajadores que el sheriff les había dado. Clavaron la carta en un edificio y partieron siguiendo las numerosas huellas de lobos al noreste: aquella gente merecía ser vengada.
La ruta, yendo a toda velocidad, los llevó a unas millas de la linde norte de las Colinas del Tiempo. Resguardándose en la noche vieron, acampados, a un grupo de no menos de 10 huargos y unos 5 trasgos. Discutían y aullaban en su lengua inmunda. Los tres montaraces se acercaron cuanto pudieron, asombrados ante tal estampa.
La mala suerte quiso que Kargor apoyara mal un pie y arrastrara polvo y piedras, llamando la atención de los acampados...
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