La herida no era gran cosa, pero dolía. Díndae la vendó bajo la mirada crispada de Thorongil. Qué mala suerte había tenido.
Los tres miraron al muro exterior de defensa de Fornost, y comenzaron el camino hacia las puertas derribadas hace tantos y tantos años. Díndae cargó el arco, Kargor cogió la espada con las dos manos y Thorongil tenía su espada y su daga. Eran tres montaraces del Norte, y nunca aceptarían orcos en Fornost.
Las puertas eran de acero, pero hacía mucho que artificios poderosos y hechizos terribles las habían arrancado de los muros y ahora yacían inertes, decoradas con las figuras de antiguos reyes ahora irreconocibles bajo la herrumbre, el barro, la hierba... Las otrora majestuosas puertas de Norburgo de los Reyes eran ahora un mero obstáculo para los tres dúnedain que, después de un momento donde en sus corazones se mezcló asombro, congoja y pesar, desviando la mirada de tan dolorosa visión, se internaron en la primera línea de muro.
Fornost contaba con tres murallas protegiendo la ciudad: una exterior que daba entrada a una zona de defensa; luego venía la primera muralla de la ciudad propiamente dicha, que protegía la ciudad baja; una tercera muralla protegía la ciudad alta. Una cuarta muralla cercaba la Ciudadela, donde se encontraban el Palacio y las edificaciones más regias y nobles de la capital.
Cuando llegaron a la Ciudad Baja, siguiendo un rastro difuso de orcos, quedaron de nuevo anonadados por la grandeza de la ciudad, a pesar de su oscuridad y abandono. El viento arrastraba sonidos de muerte, y el terror comenzó a apretar sus corazones. En la entrada de la ciudad había una estatua, alta y regia, mirando al oeste con brazos oferentes... pero era triste y terrible, pues los incontables años desde la caída de Fornost la habían dejado irreconocible. Incluso alguien versado en antiguas tradiciones como Kargor fue incapaz de saber de qué rey se trataba, o incluso si lo había sido de Arnor o de Arthedain...
Fue entonces cuando Díndae, apuntando con el arco, vislumbró algo tras la arcada de un balcón: un sonajero... éso era lo que, seguramenta a miles por toda la ciudad, causaba aquel sonido inquietante. Se relajaron ante aquel descubrimiento, seguramente una trampa para gentes menos intrépidas. Entraron en una calle, seguramente la de los Lampareros, por lo que pudo inferir Kargor... Cuántas lámparas fueron fabricadas aquí por artesanos dedicados; a cuántos corazones apaciguaron con luz brillante en noches oscuras; a qué lugares remotos habían llevado la luz, más allá de Tharbad, a Valle, a Gondor... Kargor no podía saberlo, tal vez nadie.
Siguiendo la línea recta de la relativamente estrecha calle de los Lampareros llegaron a un punto donde el rastro se perdía: la piedra lisa estaba limpia, tal vez por la lluvia de días anteriores, pero no había ni polvo ni barro... ni rastro. Metros atrás Díndae cubría a sus dos compañeros. Ninguno vio al orco que asomaba oculto por un balcón, arco cargado y listo, salvo al último momento. Kargor y Thorongil corrieron cubriendo sus cabezas, y el disparo erró por poco a los pies del primero.
Díndae avanzó unos pasos, apuntó y atravesó el cráneo de la asquerosa criatura. A cubierto por la balaustrada, Kargor buscó la puerta, viendo sólo unas escaleras ascendentes la mitad de ellas ocultas por la oscuridad, y se disponía a atravesar el umbral hacia el piso superior sin pensar en las consecuencias. Con la mente más templada, Thorongil agarró su hombro y lo empujó contra la pared, gritando en un susurro un "¿Pero qué crees que haces? ¡Piensa un poco!".
Kargor se quedó apoyado contra la pared, con los ojos llenos de rabia, pero acongojado por la emboscada en la que podría haber caído. Thorongil se adelantó, sabiéndose a cubierto desde la calle por Díndae. Asomó por el umbral de la puerta (ninguna de las casas contaba realmente con puertas: la madera se había podrido hace mucho en demasiadas de ellas) y sólo vio negrura. Con cuidado, y atento a cualquier ruido, comenzó a ascender. La escalera surgía directamente del suelo de la habitación. Asomándose lenta y cuidadosamente, Thorongil miró alrededor. Nada. Emergía a un cuarto amplio con varias puertas y una balconada en cuyo balaustre colgaba inerte el orco que Díndae había matado, pero no había rastro del otro. Dos pequeños macutos se apoyaban contra la pared.
Recuperado, Kargor subió a ayudar a su compañero, mientras Díndae, con otra flecha lista desde hacía rato, no perdía ojo de cualquier movimiento. Thorongil registró las habitaciones, vacías, pero un claro rastro apurado llegaba hasta el otro extremo de vivienda y parecía descender por una calle paralela a la de los Lampareros. En los macutos Kargor no encontró más que escoria orca, salvo un curioso mapa compuesto de tablillas cosidas, que, tras pensarlo un poco, parecía de la propia Norburgo... ¿orcos explorando la ciudad?
Thorongil repartió órdenes: Díndae y Kargor seguirían al norte por la calle de los Lampareros, y él se descolgaría por la paralela al otro lado de la vivienda, también al norte. Apuraron el paso y, al llegar al lugar donde ambas calles se unían, cerca de la muralla de la ciudad alta, el orco los emboscó. Thorongil vio al orco a cubierto en la calle, pero no pudo avisar a sus compañeros. Díndae avanzaba rápido y agazapado, con el arco a un lado cargado y Kargor detrás a pocos pasos, y no vio al orco ante él, a unas 15 yardas, hasta que fue tarde. El snaga sonrió, y justo antes de poder disparar cayó al suelo con dos flachas atravesándole el pecho. Todos se miraron y luego miraron la dirección de donde podrían haber surgido las flechas. Un personaje embozado, con capa hasta los tobillos y un hermos arco largo de tejo salió de las sombras y saludo cortésmente al grupo. Echando atrás la capucha enseñó un rostro curtido por los años, con mirada austera e inflexible, pero a la vez bondadosa. Alto, de pelo negro y ojos grises, poca duda había de su origen.
- Aiya, isil síla lumen omentielvo -dijo el recién llegado.
- Sin duda la luna ha brillado en nuestro encuentro... si sólo estáis vos aquí, señor, un disparo así es realmente digno de alabanza. Pero, ¿quién sois y qué hacéis aquí? -dijeron los muchachos- Nosotros somos montaraces y vos sin duda pertenecéis a los Fieles del Oeste, o nuestros ojos nos engañan- Así dijeron, pues en el arquero veían el rostro de alguien de la estirpe de Númenor.
- Mi nombre es... Arion -respondió el arquero.- Soy montaraz también, y vengo de tanto en tanto a Norburgo, pues es una zona que mi grupo tiene asignada.
- ¿Grupo? Entonces no estáis solo. Ya me lo figuraba al ver las dos flechas - dijo Díndae.
- En verdad estaba solo, hasta ahora. Las dos flechas son mérito de la destreza; una desteza que, con la práctica de los años también os llegará a vos... si el frío de la noche no nos convierte en estatuas de hielo. Burrrr! ¡Seguidme! Tengo un brasero oculto en una casa cercana.
El paseo fue corto, pero muy agradable. Arion les explicaba qué calle era ésta o aquélla, que hacia allá estaban los mejores parques con fuentes chorreantes, o que allí era donde estaba la gran biblioteca pública, menor que la de Annuminas, pero abierta a todos. Diez siglos atrás, claro.
Arion ocupaba una casa de dos pisos, y escondía un brasero ardiente en el piso superior, difícil de ver desde la distancia al ser aquél un edificio oculto entre otros más altos, y difícil de ver desde la calle, al estar la habitación en zona interior y con pocas ventanas, todas cerradas con contraventanas. Arion había conseguido que las brasas casi no humearan. Trucos de montaraz viejo, supusieron.
Compartieron cena y detalles de sus misiones. Al parecer el grupo de Arion debería volver raudo desde Annuminas, mientras él registraba Fornost. Ellos tres explicaron lo que habían visto y vivido: los lobos, el troll, los orcos... el Frío.
Intentaron llegar a una conclusión (¿era el Frío producto de Angmar? el Rey de las Brujas había sido expulsado de aquel infecundo lugar en tiempos del desafortunado Rey Arvedui, y no había vuelto... ¿o sí? Y, ¿por qué se acercaban los orcos a Fornost... y con un mapa? ¿Y la daga élfica y el anillo de Cisne, y el texto oculto del pergamino? ¿Qué hacían en la cueva de un troll?) pero el sopor cayó sobre ellos.
Fue en la segunda guardia (la de Díndae) en que éste oyó ruidos por la ciudad. Tomó la daga élfica y se acercó a la puerta de la estancia, y una exclamación de asombro se ahogó en su garganta: ¡la daga tenía un ligero brillo espectral por toda su hoja! Pero, de repente, al brillo cesó.
A los pocos minutos, el asombrado Díndae escuchó ruido en el umbral... había alguien entrando en la casa. Rápidamente despertó a Arion y al resto, sólo para ver cómo tres altos hombres entraban en la casa, com mirada curiosa, Arion los saludó y presentó al resto. Somnolientos, compartieron una ligera cena con los tres recién llegados: Hilgor, Angion y Morgil, también montaraces veteranos del Norte.
Compartieron últimas noticias, y negaron que los orcos fueran tantos, no así los lobos. Acababan de matar a unos orcos justo en la ciudad baja, pero no se veían en gran número. Debían quedar pocos y no se arriesgaban ni exponían.
- Los enanos los habían masacrado en las Montañas Nubladas en tiempos de Arathorn, vuestro padre. ¿verdad mi señor?
Los tres bisoños se quedaron de una pieza. Díndae lo adivinó primero por el trato que dispensaban a Arion... Arion, claro: un juego de palabras... "Hijo de Reyes". Aquel que tenían delante no era otro que Argonui, hijo de Arathorn, Jefe de los Montaraces del Norte, padre de su capitán Arador. Éste sonrió.
Siguieron hablando, ahora más comedidos y usando más el raciocinio que la pasión propia de la juventud, pero el debate no decayó. Tal vez, dijeron, sabían de su presencia en Norburgo y por eso se habían atrevido a entrar en la ciudad. Pero, ¿y los lobos? ¿por qué su presencia, y comandados por huargos? ¿y el Frío? El Frío, que pareció escuchar ser mencionado, hincó aún más sus dientes y, ante el asombro de todos, Argonui se levantó por impulso y abrió el ventanuco: enormes copos de nieve caían cubriendo la ciudad con una capa blanca.
Procuraron avivar las brasas y se arrebujaron, quedándose Angion de guardia.
Los tres compañeros durmieron a pierna suelta, y soñaron. Un enorme mar blanco cubría todo. La nieve sepultaba el mundo y Argonui, junto a ellos, les sonreía como un abuelo bondadoso. Pero pronto les decía que debían continuar su viaje, y él se alejaba en dirección a lo más profundo de la nevada.
Se despertaron hacia mediodía, a la vez y sorprendidos de haber dormido tanto. Un almuerzo caliente les avivó el ánimo, y Hilgor les indicó después dónde estaban algunos de los almacenes ocultos donde rearmarse. Díndae sustituyó su arco y sus flechas por un arco largo, parecido aunque de menor linaje que el de Argonui. Thorongil, por su parte, tomó una jabalina y un nuevo escudo, en sustitución de los que el troll le había destrozado.
Esa mañana se prepararon para partir al sur, cosa que Argonui les había pedido: que avisaran a Bree y a la Comarca, y que convencieran a Arador de reunir provisiones para el cruel invierno que, fuera cual fuera la causa, se avecinaba.
Fornost contaba con tres murallas protegiendo la ciudad: una exterior que daba entrada a una zona de defensa; luego venía la primera muralla de la ciudad propiamente dicha, que protegía la ciudad baja; una tercera muralla protegía la ciudad alta. Una cuarta muralla cercaba la Ciudadela, donde se encontraban el Palacio y las edificaciones más regias y nobles de la capital.
Cuando llegaron a la Ciudad Baja, siguiendo un rastro difuso de orcos, quedaron de nuevo anonadados por la grandeza de la ciudad, a pesar de su oscuridad y abandono. El viento arrastraba sonidos de muerte, y el terror comenzó a apretar sus corazones. En la entrada de la ciudad había una estatua, alta y regia, mirando al oeste con brazos oferentes... pero era triste y terrible, pues los incontables años desde la caída de Fornost la habían dejado irreconocible. Incluso alguien versado en antiguas tradiciones como Kargor fue incapaz de saber de qué rey se trataba, o incluso si lo había sido de Arnor o de Arthedain...
Fue entonces cuando Díndae, apuntando con el arco, vislumbró algo tras la arcada de un balcón: un sonajero... éso era lo que, seguramenta a miles por toda la ciudad, causaba aquel sonido inquietante. Se relajaron ante aquel descubrimiento, seguramente una trampa para gentes menos intrépidas. Entraron en una calle, seguramente la de los Lampareros, por lo que pudo inferir Kargor... Cuántas lámparas fueron fabricadas aquí por artesanos dedicados; a cuántos corazones apaciguaron con luz brillante en noches oscuras; a qué lugares remotos habían llevado la luz, más allá de Tharbad, a Valle, a Gondor... Kargor no podía saberlo, tal vez nadie.
Siguiendo la línea recta de la relativamente estrecha calle de los Lampareros llegaron a un punto donde el rastro se perdía: la piedra lisa estaba limpia, tal vez por la lluvia de días anteriores, pero no había ni polvo ni barro... ni rastro. Metros atrás Díndae cubría a sus dos compañeros. Ninguno vio al orco que asomaba oculto por un balcón, arco cargado y listo, salvo al último momento. Kargor y Thorongil corrieron cubriendo sus cabezas, y el disparo erró por poco a los pies del primero.
Díndae avanzó unos pasos, apuntó y atravesó el cráneo de la asquerosa criatura. A cubierto por la balaustrada, Kargor buscó la puerta, viendo sólo unas escaleras ascendentes la mitad de ellas ocultas por la oscuridad, y se disponía a atravesar el umbral hacia el piso superior sin pensar en las consecuencias. Con la mente más templada, Thorongil agarró su hombro y lo empujó contra la pared, gritando en un susurro un "¿Pero qué crees que haces? ¡Piensa un poco!".
Kargor se quedó apoyado contra la pared, con los ojos llenos de rabia, pero acongojado por la emboscada en la que podría haber caído. Thorongil se adelantó, sabiéndose a cubierto desde la calle por Díndae. Asomó por el umbral de la puerta (ninguna de las casas contaba realmente con puertas: la madera se había podrido hace mucho en demasiadas de ellas) y sólo vio negrura. Con cuidado, y atento a cualquier ruido, comenzó a ascender. La escalera surgía directamente del suelo de la habitación. Asomándose lenta y cuidadosamente, Thorongil miró alrededor. Nada. Emergía a un cuarto amplio con varias puertas y una balconada en cuyo balaustre colgaba inerte el orco que Díndae había matado, pero no había rastro del otro. Dos pequeños macutos se apoyaban contra la pared.
Recuperado, Kargor subió a ayudar a su compañero, mientras Díndae, con otra flecha lista desde hacía rato, no perdía ojo de cualquier movimiento. Thorongil registró las habitaciones, vacías, pero un claro rastro apurado llegaba hasta el otro extremo de vivienda y parecía descender por una calle paralela a la de los Lampareros. En los macutos Kargor no encontró más que escoria orca, salvo un curioso mapa compuesto de tablillas cosidas, que, tras pensarlo un poco, parecía de la propia Norburgo... ¿orcos explorando la ciudad?
Thorongil repartió órdenes: Díndae y Kargor seguirían al norte por la calle de los Lampareros, y él se descolgaría por la paralela al otro lado de la vivienda, también al norte. Apuraron el paso y, al llegar al lugar donde ambas calles se unían, cerca de la muralla de la ciudad alta, el orco los emboscó. Thorongil vio al orco a cubierto en la calle, pero no pudo avisar a sus compañeros. Díndae avanzaba rápido y agazapado, con el arco a un lado cargado y Kargor detrás a pocos pasos, y no vio al orco ante él, a unas 15 yardas, hasta que fue tarde. El snaga sonrió, y justo antes de poder disparar cayó al suelo con dos flachas atravesándole el pecho. Todos se miraron y luego miraron la dirección de donde podrían haber surgido las flechas. Un personaje embozado, con capa hasta los tobillos y un hermos arco largo de tejo salió de las sombras y saludo cortésmente al grupo. Echando atrás la capucha enseñó un rostro curtido por los años, con mirada austera e inflexible, pero a la vez bondadosa. Alto, de pelo negro y ojos grises, poca duda había de su origen.
- Aiya, isil síla lumen omentielvo -dijo el recién llegado.
- Sin duda la luna ha brillado en nuestro encuentro... si sólo estáis vos aquí, señor, un disparo así es realmente digno de alabanza. Pero, ¿quién sois y qué hacéis aquí? -dijeron los muchachos- Nosotros somos montaraces y vos sin duda pertenecéis a los Fieles del Oeste, o nuestros ojos nos engañan- Así dijeron, pues en el arquero veían el rostro de alguien de la estirpe de Númenor.
- Mi nombre es... Arion -respondió el arquero.- Soy montaraz también, y vengo de tanto en tanto a Norburgo, pues es una zona que mi grupo tiene asignada.
- ¿Grupo? Entonces no estáis solo. Ya me lo figuraba al ver las dos flechas - dijo Díndae.
- En verdad estaba solo, hasta ahora. Las dos flechas son mérito de la destreza; una desteza que, con la práctica de los años también os llegará a vos... si el frío de la noche no nos convierte en estatuas de hielo. Burrrr! ¡Seguidme! Tengo un brasero oculto en una casa cercana.
El paseo fue corto, pero muy agradable. Arion les explicaba qué calle era ésta o aquélla, que hacia allá estaban los mejores parques con fuentes chorreantes, o que allí era donde estaba la gran biblioteca pública, menor que la de Annuminas, pero abierta a todos. Diez siglos atrás, claro.
Arion ocupaba una casa de dos pisos, y escondía un brasero ardiente en el piso superior, difícil de ver desde la distancia al ser aquél un edificio oculto entre otros más altos, y difícil de ver desde la calle, al estar la habitación en zona interior y con pocas ventanas, todas cerradas con contraventanas. Arion había conseguido que las brasas casi no humearan. Trucos de montaraz viejo, supusieron.
Compartieron cena y detalles de sus misiones. Al parecer el grupo de Arion debería volver raudo desde Annuminas, mientras él registraba Fornost. Ellos tres explicaron lo que habían visto y vivido: los lobos, el troll, los orcos... el Frío.
Intentaron llegar a una conclusión (¿era el Frío producto de Angmar? el Rey de las Brujas había sido expulsado de aquel infecundo lugar en tiempos del desafortunado Rey Arvedui, y no había vuelto... ¿o sí? Y, ¿por qué se acercaban los orcos a Fornost... y con un mapa? ¿Y la daga élfica y el anillo de Cisne, y el texto oculto del pergamino? ¿Qué hacían en la cueva de un troll?) pero el sopor cayó sobre ellos.
Fue en la segunda guardia (la de Díndae) en que éste oyó ruidos por la ciudad. Tomó la daga élfica y se acercó a la puerta de la estancia, y una exclamación de asombro se ahogó en su garganta: ¡la daga tenía un ligero brillo espectral por toda su hoja! Pero, de repente, al brillo cesó.
A los pocos minutos, el asombrado Díndae escuchó ruido en el umbral... había alguien entrando en la casa. Rápidamente despertó a Arion y al resto, sólo para ver cómo tres altos hombres entraban en la casa, com mirada curiosa, Arion los saludó y presentó al resto. Somnolientos, compartieron una ligera cena con los tres recién llegados: Hilgor, Angion y Morgil, también montaraces veteranos del Norte.
Compartieron últimas noticias, y negaron que los orcos fueran tantos, no así los lobos. Acababan de matar a unos orcos justo en la ciudad baja, pero no se veían en gran número. Debían quedar pocos y no se arriesgaban ni exponían.
- Los enanos los habían masacrado en las Montañas Nubladas en tiempos de Arathorn, vuestro padre. ¿verdad mi señor?
Los tres bisoños se quedaron de una pieza. Díndae lo adivinó primero por el trato que dispensaban a Arion... Arion, claro: un juego de palabras... "Hijo de Reyes". Aquel que tenían delante no era otro que Argonui, hijo de Arathorn, Jefe de los Montaraces del Norte, padre de su capitán Arador. Éste sonrió.
Siguieron hablando, ahora más comedidos y usando más el raciocinio que la pasión propia de la juventud, pero el debate no decayó. Tal vez, dijeron, sabían de su presencia en Norburgo y por eso se habían atrevido a entrar en la ciudad. Pero, ¿y los lobos? ¿por qué su presencia, y comandados por huargos? ¿y el Frío? El Frío, que pareció escuchar ser mencionado, hincó aún más sus dientes y, ante el asombro de todos, Argonui se levantó por impulso y abrió el ventanuco: enormes copos de nieve caían cubriendo la ciudad con una capa blanca.
Procuraron avivar las brasas y se arrebujaron, quedándose Angion de guardia.
Los tres compañeros durmieron a pierna suelta, y soñaron. Un enorme mar blanco cubría todo. La nieve sepultaba el mundo y Argonui, junto a ellos, les sonreía como un abuelo bondadoso. Pero pronto les decía que debían continuar su viaje, y él se alejaba en dirección a lo más profundo de la nevada.
Se despertaron hacia mediodía, a la vez y sorprendidos de haber dormido tanto. Un almuerzo caliente les avivó el ánimo, y Hilgor les indicó después dónde estaban algunos de los almacenes ocultos donde rearmarse. Díndae sustituyó su arco y sus flechas por un arco largo, parecido aunque de menor linaje que el de Argonui. Thorongil, por su parte, tomó una jabalina y un nuevo escudo, en sustitución de los que el troll le había destrozado.
Esa mañana se prepararon para partir al sur, cosa que Argonui les había pedido: que avisaran a Bree y a la Comarca, y que convencieran a Arador de reunir provisiones para el cruel invierno que, fuera cual fuera la causa, se avecinaba.
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