Finalmente decidieron dividirse: Thorongil y Kargor partirían a La Comarca, en dirección a Scary, mientras Díndae rastreaba la zona en busca de la posible guarida de los salteadores.
El grupo de dos apuró el paso a través del camono nevado, intentando regresar lo antes posible. Tardaron dóa y medio en llegar a Scary, tras ir a unas marchas forzadas que Kargor sufrió en sus carnes, acampando cerca del puente sobre el Baranduin y luego (tras una breve charla con los hobbits que custodiaban el puente) se cruzaron con un carro de enanos (tal vez de las Ered Luin) que iba en dirección a Bree. Se sabe que los Enanos comercian con La Comarca y Bree desde hace mucho, sobre todo porque los huraños habitantes de las montañas poco saben de cultivar y cosechar... pero sí de extraer rico y resistente mineral.
A la tarde del segundo día llegaron a la mina oculta de Scary. Allí se encontraron con otros grupos de Montaraces que volvían para recibir órdenes.
Con gesto aprensivo Thorongil miró para la entrada de la gruta y vio como se estrechaban sus muros hasta que casi lo ahogaban. Prefirió no entrar.
Kargor lo miró extrañado, pero prefirió no discutir más con su amigo. Entró en la mina y tuvo un extraño encuentro: Elagond, su padre. Thorongil saludó desde la entrada.
Elagond miró a su hijo con ceñuda curiosidad pero actuó, como siempre, con sequedad y desprecio. Kargor intentó explicarle sus últimas hazañas en favor de su señor y pueblo, pero nada de ello impresionó al veterano montaraz, que lo miró con desprecio: "Yo también vengo de cumplir mi misión pasando por penalidades y peligros... ¿ves que me esté vanagloriando? Buscas la muerte, y algún día la encontrarás".
Kargor se despidió hasta su siguiente encuentro, pero su padre contestó con un escueto "si es que llegas a él" y le dio la espalda.
El montaraz buscó a Arador, que estaba dentro haciendo inventario, e informó a su señor de sus pasadas aventuras, y de los consejos de Argonui.
Afuera, Thorongil y otros montaraces hablaban sobre la relación de su amigo y su padre. La madre de Kargor, Isilbeth, había muerto en su alumbramiento. Desde entonces Elagond había campiado: de ser un dúnadan alegre y vital pasó a ser un individuo huraño y taciturno, de poca conversación y continuamente ensimismado. Decían los que lo conocían desde niño que Kargor había hecho de todo por llamar la atención de un padre que poco caso le hacía. De ahí, tal vez, su ansia de gloria y combate.
Sin más, se abastecieron y tomaron ropas y armadura de invierno (un chaquetón y pantalones) para ellos y Díndae y regresaron por donde habían venido. Los pensamientos de Kargor volvieron fugazmente a su padre. Y luego volvieron a la misión que Arador le había encomendado: investigar y eliminar a los salteadores de Bree.
Díndae rastreó todos los alrededores de Bree durante día y medio, durmiendo en el Poney al caer la noche, y acabó encontrando un rastro de carro bajo la nieve que se internaba en el bosque de Chet. Parecía ir en dirección a Archet, pero torcía por una senda poco transitada al sur de ese pueblo, en dirección noreste.
Dejó recado a Mantecona de que se iba por si sus amigos volvían y partió tras las huellas, pero algo lo retuvo: un carro de dos ruedas custodiado por dos enanos entraba en la ciudad y era recibido por alguien de la asamblea de Bree. Los enanos parecían alegres, pero al momento se turbaron y parecían enfurecidos. Díndae se acercó y pudo descubrir que los enanos venían detrás de otro carro, uno de cuatro ruedas con seis enanos: era imposible que no hubieran llegado. Díndae pensó que era posible que las ruedas de carro en Chet fueran del que los enanos habían perdido. Salió a toda velocidad hacia allí.
Siguiendo el rastro y dejando marcas para sus amigos, acabó encontrando un carro custodiado por unos seis o siete hombres. Los siguió a distancia.
Thorongil y Kargor moderaron la marcha en el camino de vuelta, y cuando llegaron no vieron rastro de Díndae. Hicieron noche en el Poney (tuvieron que saltar la empalizada, ya que el guarda les impidió la entrada). No fue hasta la mañana siguiente que Mantecona, recordando que algo tenía que decirles, les dio el recado de Díndae. Apurando el almuerzo, salieron rápidamente hacia Chet.
Los tres compañeros se encontraron esa noche,más allá del bosque, a medio camino de las Colinas del Viento, en una zona inhóspita y azotada por la nieve. Siguieron al carro durante horas y horas a una distancia segura.
Estaban cerca de la zona norte de las Colinas, lugar que ya conocían los tres compañeros, cuando al grupo del carro se le unieron dos jinetes. Al poco se detuvieron a descansar.
Los dúnedain tuvieron entonces que decidirse. Supusieron que iban a Angmar, pero también era posible que se dirigieran a alguna de las olvidadas, ruinosas y perdidas antiguas fortalezas de las Colinas del Viento, de las cuales la más meridional, Amon Sûl, había sido la mayor y más famosa, pero no la única. Pensaron que, cuanto más al noreste, más gente podrían unirse al grupo. Ergo, más peligro. Había que hostigarlos.
Thorongil asumió la responsabilidad de acercarse a ver cómo estaba la situación, así permitían descansar a Díndae, que había perseguido a esos hombres durante largas horas de vigilia.
Thorongil se acercó todo lo que pudo y observó: contó unos siete, con una tienda de campaña, y el carro como cobertura contra el viento. Encendieron dos hogueras y plantaron antorchas en un círculo para repeler posibles alimañas. Mala cosa, demasiada luz. Pero al montaraz no le daban las cuentas. Cuando estaba a punto de darse cuenta de que faltaban dos, escuchó pasos que se aproximaban en la nieve. Se puso a cubierto y lo más tapado por la nieve posible. De las sombras surgieron dos hombres. A la pobre luz de la luna menguante vio que uno llevaba armadura ligera, era de los que habían ido con el carro todo el tiempo. Pero el otro... El otro iba en chaqueta de cota de malla, y llevaba una pesada capa de piuel de lobo sobre los hombros. Una enorme cicatriz triple surcaba su rostro, dejando uno de sus ojos totalmente blanco. Hablaban.
Uno decía que el carro iba lleno, y que el valor total oscilaría las mil monedas de oro en metales. Pero "la pieza viva" era de valor incalculable. Rieron. El de la cicatriz avisó que "el señor Draugor estaría satisfecho" y que pronto se reuniría con ellos "en el baluarte".
Thorongil estaba helado, pero tuvo que contener el fuego en su corazón para no levantarse y plantar cara a esos dos desalmados. Al rato se fueron de vuelta al campamento. También el montaraz.
El plan estaba claro: Díndae y Kargor subieron con sus arcos a una loma sobre el campamento, mientras Thorongil cerraba el círculo con su jabalina para los que vinieran hacia él. Y comenzó el hostigamiento: los arqueros (Díndae con más maestría que Kargor, al que había enseñado los rudimentos del tiro con arco) dispararon contra los vigías, dejando a dos abatidos... pero unos de ellos pudo gritar y dar la alarma. El campamento vibró de agitación, y reaccionó con prontitud, pero varias flechas más cayeron sobre él, dejando más heridos. Respondiendo al ataque, provocaron que los montaraces se pusieran a cubierto. Alguien logró apagar la hoguera que quedaba encendida en el centro del campo, dejando la situación a oscuras y en tablas.
Hubo una espera tensa y silenciosa en la que el grupo decidió atacar al cuerpo a cuerpo. En el ínterin pudieron ver cómo el jinete en cota de malla huía en su caballo, mientras los supervivientes se protegían con los escudos y salían por patas azuzando a los poneys del carro.
Los montaraces corrían detrás del carro. Díndae subió a una loma y disparó un par de flechas antes de que Kargor y Thorongil se enfrentaran cuerpo a cuerpo a aquellos hombres. Con una de sus flechas dejó tendido en el suelo, desangrándose por una pierna, a uno de los malhechores. Kargor abatió a uno con prontitud, y saltó al carro, desde donde partió el cráneo de otro que venía corriendo a la par. Thorongil arrojó su jabalina a la carrera, parando a otro, para luego cortar su pierna en dos bajo la rodilla con su enspada ancha.
Kargor frenó el carro, expoliado de parte del metal por los que habían huído. Había una caja-celda vacía. Quizá les había dado tiempo a llevarse también la "pieza viva". Maldición.
Al reagruparse miraron alrededor y oyeron los lamentos del pobre diablo que había abatido Díndae. Se agarraba la pantorrilla, con el hueso roto por la flecha y una buena hemorragia. Los tres dúnedain se acercaron al salteador con muy malas intenciones.
Con gesto aprensivo Thorongil miró para la entrada de la gruta y vio como se estrechaban sus muros hasta que casi lo ahogaban. Prefirió no entrar.
Kargor lo miró extrañado, pero prefirió no discutir más con su amigo. Entró en la mina y tuvo un extraño encuentro: Elagond, su padre. Thorongil saludó desde la entrada.
Elagond miró a su hijo con ceñuda curiosidad pero actuó, como siempre, con sequedad y desprecio. Kargor intentó explicarle sus últimas hazañas en favor de su señor y pueblo, pero nada de ello impresionó al veterano montaraz, que lo miró con desprecio: "Yo también vengo de cumplir mi misión pasando por penalidades y peligros... ¿ves que me esté vanagloriando? Buscas la muerte, y algún día la encontrarás".
Kargor se despidió hasta su siguiente encuentro, pero su padre contestó con un escueto "si es que llegas a él" y le dio la espalda.
El montaraz buscó a Arador, que estaba dentro haciendo inventario, e informó a su señor de sus pasadas aventuras, y de los consejos de Argonui.
Afuera, Thorongil y otros montaraces hablaban sobre la relación de su amigo y su padre. La madre de Kargor, Isilbeth, había muerto en su alumbramiento. Desde entonces Elagond había campiado: de ser un dúnadan alegre y vital pasó a ser un individuo huraño y taciturno, de poca conversación y continuamente ensimismado. Decían los que lo conocían desde niño que Kargor había hecho de todo por llamar la atención de un padre que poco caso le hacía. De ahí, tal vez, su ansia de gloria y combate.
Sin más, se abastecieron y tomaron ropas y armadura de invierno (un chaquetón y pantalones) para ellos y Díndae y regresaron por donde habían venido. Los pensamientos de Kargor volvieron fugazmente a su padre. Y luego volvieron a la misión que Arador le había encomendado: investigar y eliminar a los salteadores de Bree.
Díndae rastreó todos los alrededores de Bree durante día y medio, durmiendo en el Poney al caer la noche, y acabó encontrando un rastro de carro bajo la nieve que se internaba en el bosque de Chet. Parecía ir en dirección a Archet, pero torcía por una senda poco transitada al sur de ese pueblo, en dirección noreste.
Dejó recado a Mantecona de que se iba por si sus amigos volvían y partió tras las huellas, pero algo lo retuvo: un carro de dos ruedas custodiado por dos enanos entraba en la ciudad y era recibido por alguien de la asamblea de Bree. Los enanos parecían alegres, pero al momento se turbaron y parecían enfurecidos. Díndae se acercó y pudo descubrir que los enanos venían detrás de otro carro, uno de cuatro ruedas con seis enanos: era imposible que no hubieran llegado. Díndae pensó que era posible que las ruedas de carro en Chet fueran del que los enanos habían perdido. Salió a toda velocidad hacia allí.
Siguiendo el rastro y dejando marcas para sus amigos, acabó encontrando un carro custodiado por unos seis o siete hombres. Los siguió a distancia.
Thorongil y Kargor moderaron la marcha en el camino de vuelta, y cuando llegaron no vieron rastro de Díndae. Hicieron noche en el Poney (tuvieron que saltar la empalizada, ya que el guarda les impidió la entrada). No fue hasta la mañana siguiente que Mantecona, recordando que algo tenía que decirles, les dio el recado de Díndae. Apurando el almuerzo, salieron rápidamente hacia Chet.
Los tres compañeros se encontraron esa noche,más allá del bosque, a medio camino de las Colinas del Viento, en una zona inhóspita y azotada por la nieve. Siguieron al carro durante horas y horas a una distancia segura.
Estaban cerca de la zona norte de las Colinas, lugar que ya conocían los tres compañeros, cuando al grupo del carro se le unieron dos jinetes. Al poco se detuvieron a descansar.
Los dúnedain tuvieron entonces que decidirse. Supusieron que iban a Angmar, pero también era posible que se dirigieran a alguna de las olvidadas, ruinosas y perdidas antiguas fortalezas de las Colinas del Viento, de las cuales la más meridional, Amon Sûl, había sido la mayor y más famosa, pero no la única. Pensaron que, cuanto más al noreste, más gente podrían unirse al grupo. Ergo, más peligro. Había que hostigarlos.
Thorongil asumió la responsabilidad de acercarse a ver cómo estaba la situación, así permitían descansar a Díndae, que había perseguido a esos hombres durante largas horas de vigilia.
Thorongil se acercó todo lo que pudo y observó: contó unos siete, con una tienda de campaña, y el carro como cobertura contra el viento. Encendieron dos hogueras y plantaron antorchas en un círculo para repeler posibles alimañas. Mala cosa, demasiada luz. Pero al montaraz no le daban las cuentas. Cuando estaba a punto de darse cuenta de que faltaban dos, escuchó pasos que se aproximaban en la nieve. Se puso a cubierto y lo más tapado por la nieve posible. De las sombras surgieron dos hombres. A la pobre luz de la luna menguante vio que uno llevaba armadura ligera, era de los que habían ido con el carro todo el tiempo. Pero el otro... El otro iba en chaqueta de cota de malla, y llevaba una pesada capa de piuel de lobo sobre los hombros. Una enorme cicatriz triple surcaba su rostro, dejando uno de sus ojos totalmente blanco. Hablaban.
Uno decía que el carro iba lleno, y que el valor total oscilaría las mil monedas de oro en metales. Pero "la pieza viva" era de valor incalculable. Rieron. El de la cicatriz avisó que "el señor Draugor estaría satisfecho" y que pronto se reuniría con ellos "en el baluarte".
Thorongil estaba helado, pero tuvo que contener el fuego en su corazón para no levantarse y plantar cara a esos dos desalmados. Al rato se fueron de vuelta al campamento. También el montaraz.
El plan estaba claro: Díndae y Kargor subieron con sus arcos a una loma sobre el campamento, mientras Thorongil cerraba el círculo con su jabalina para los que vinieran hacia él. Y comenzó el hostigamiento: los arqueros (Díndae con más maestría que Kargor, al que había enseñado los rudimentos del tiro con arco) dispararon contra los vigías, dejando a dos abatidos... pero unos de ellos pudo gritar y dar la alarma. El campamento vibró de agitación, y reaccionó con prontitud, pero varias flechas más cayeron sobre él, dejando más heridos. Respondiendo al ataque, provocaron que los montaraces se pusieran a cubierto. Alguien logró apagar la hoguera que quedaba encendida en el centro del campo, dejando la situación a oscuras y en tablas.
Hubo una espera tensa y silenciosa en la que el grupo decidió atacar al cuerpo a cuerpo. En el ínterin pudieron ver cómo el jinete en cota de malla huía en su caballo, mientras los supervivientes se protegían con los escudos y salían por patas azuzando a los poneys del carro.
Los montaraces corrían detrás del carro. Díndae subió a una loma y disparó un par de flechas antes de que Kargor y Thorongil se enfrentaran cuerpo a cuerpo a aquellos hombres. Con una de sus flechas dejó tendido en el suelo, desangrándose por una pierna, a uno de los malhechores. Kargor abatió a uno con prontitud, y saltó al carro, desde donde partió el cráneo de otro que venía corriendo a la par. Thorongil arrojó su jabalina a la carrera, parando a otro, para luego cortar su pierna en dos bajo la rodilla con su enspada ancha.
Kargor frenó el carro, expoliado de parte del metal por los que habían huído. Había una caja-celda vacía. Quizá les había dado tiempo a llevarse también la "pieza viva". Maldición.
Al reagruparse miraron alrededor y oyeron los lamentos del pobre diablo que había abatido Díndae. Se agarraba la pantorrilla, con el hueso roto por la flecha y una buena hemorragia. Los tres dúnedain se acercaron al salteador con muy malas intenciones.
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