Cayó la noche y con ella llegó el silencio. El Poney Pisador se vació, y los tres montaraces, después de recibir la simpatía de algunos parroquianos, se agruparon para decidir qué hacer.
Una vez acordado, Thorongil y Kargor siguieron a los dos "sureños", mientras Díndae subía a las habitaciones a por las capas y las espadas.
El más joven de los tres, cargado con ese equipo, acabó encontrando a los otros dos ocultos tras la esquina de una casa... Al parecer los dos individuos se habían colado en una de las casas que daban al Camino del Este. Era de planta baja, cuadrada y de ladrillo, con un sucio y descuidado jardín en la entrada que contrastaba con el de las dos casas lindantes; se encontraba a unos 150 metros de la puerta del sur. Thorongil se acercó para husmear, pero sólo logró ver el interior (austero, iluminado sólo por las brasas de la chimenea), con los dos sureños dentro. Hablaban mientras uno comía, en un idioma extraño y desconocido para nuestros montaraces. Contra la pared había un cayado, en el suelo bártulos de viaje y, girando alrededor de la casa, vió un establo pequeño dentro del cual descansaba un poney de monta.
Decidieron, ya que no veían nada irregular en ello, volver a la posada con una excepción: Díndae se quedaría un rato más. Y así, mientras los otros dos descansaban, el joven montaraz vigilaba la casa. Casi un par de horas después, pasada ya la medianoche, uno de los sureños salió de la casa y, sin despedirse, cogió el poney y puso rumbo este. Díndae viajaba entre las sombras, imperceptible, mientras el sureño atravesaba la puerta después de intercambiar unas cortas palabras no demasiado agradables, por lo visto, con el guarda. Mientras cerraba y se acomodaba, Díndae lo saludó, lo que provocó un terrible susto para el hombre.
-¡Uno no se puede acercar así a otra persona, caballero, si usted me entiende! Es impropio y poco decente.
Díndae se disculpó, y trató con amabilidad al vigilante, trantando de averiguar algo del sureño. Nada sabía, salvo que venían de Carcad, o Zartán, o algo así (Tharbad, infirió el dúnadan).
Díndae pidió permiso para salir de la ciudad, pero el vigía le respondió que luego no podría volver a entrar... órdenes del alcalde. El dúnadan se despidió de todas maneras, resuelto a seguir el rastro del sureño y su poney.
Y así lo habría hecho de no haber confundido las huellas... con las de un caballo rumbo al este. Tarde (casi dos horas después) fue cuando se dio cuenta de su error, y se vio obligado a volver a Bree. Saltando la cerca del pueblo como una sombra que cruza la noche, Díndae volvió a la posada.
Al día siguiente compartieron almuerzo y novedades, y Kargor preguntó al muchacho que les preparó el desayuno datos sobre la casa de los sureños. Resultaba que era una casa del concejo de Bree, de un lote propio que solía alquilar a comerciantes y demás viajeros, sobre todo cuando el Poney Pisador estaba lleno, o para largas estancias, como por ejemplo la Feria de Otoño. Poco más pudieron averiguar del tema, así que decidieronpartir hacia Archet, donde el señor Manzano había matado aquel huargo.
Archet está muy cerca de Bree, a poco menos de 3 millas siguiendo el Camino Verde y luego internándose por una senda en el interior del ubérrimo bosque de Chet. Para unos montaraces, incluso novatos, fue un paseo matutino.
Una vez allí conocieron a un hobbit jovial que regentaba una taberna que resultó ser familiar del tal Manzano. Allí esperaron a que viniera del campo a tomar su segundo desayuno. Se presentaron, intentando ser amables, y consiguieron que un en principio arisco y luego más tratable hobbit les hablase del huargo.
Todo era verdad: Fungo Manzano cazaba en el bosque de Chet, siguiendo el rastro de un cervatillo, cuando un huargo enorme (qué no es enorme para un mediano, me pregunto) le salió al paso y se avalanzó sobre él. El hobbit soltó la flecha y ésta, guiada tal vez por el mismísimo Oromë, se incrustó en el ojo de la bestia, matándola al instante. Varios testigos acudieron, dando fe de todo, pero en menos de un par de horas la criatura se deshizo, dejando tan sólo hierba quemada. En aquella alegre taberna, a la clara luz del sol frío de finales de septiembre, era más fácil hablar, por lo que también se enteraron que no eran sólo huargos lo que se empezaban a ver por el bosque... otras criaturas terribles rondaban, llegadas tal vez del Norte. La palabra troll se oyó más de una vez. Los tres dúnedain decidieron ir al lugar del encuentro, con la esperanza de encontrar algún rastro.
En poco tiempo llegaron, y vieron sin lugar a dudas la tierra quemada en un claro, justo donde el hobbit les había dicho que estaría. Rastrearon la zona, y la fortuna del acompañó de dos formas: Thorongil encontró un par de plantas de athelas frescas, y un rastro, pero no de huargo... efectivamente, los trolls de Etten habían bajado hasta Chet.
Siguiendo el rastro dieron con un talud en cuya bajada había una pequeña cascada que daba a un riachuelo escuálido. Cerca se habría una entrada de roca, una pequena cueva en la que el rastro parecía acabar. Díndae miró al cielo: cerca de las cuatro de la tarde... Había tiempo.
Ni cortos ni perezosos recogieron leña seca y leña y hojas verdes, para hacer una fogata que expulsar mucho humo, con la intención de llenar la cueva y provocar que los trolls salieran al exterior. El truco funcionó en parte: un furioso troll de los bosques se perfiló más allá de la entrada. Thorongil, confiando en la luz diurna, se acercó a la entrada: una roca salió volando del interior y lo hubiera matado de no haber estado protegido por el escudo. Asombrado, se levantó del suelo mirando las tiras de cuero y astillas que colgaban de su antebrazo izquierdo, y rápidamente se apartó de la línea de tiro del troll. Arrojó su jabalina al interior, pero de nada sirvió.
Díndae, con la tranquilidad que el sol le proporcionaba, comenzó a disparar a voluntad su arco corto. De las ocho o diez flachas que usó, pocas consiguieron hacer mella en la enorma criatura. El tiempo pasó y, las flechas se tornaron de fuego (con tela y aceite) intentando hacer más daño al horrible ser.
Pero la oscuridad caía y las nubes la apoyaban. En un intento desesperado, y bajo la oscuridad que ahora lo protegía, el troll salió al exterior. Díndae lo asaeteó mientras Thorongil plantaba cara... ¿Cuánto podría resistir? Uno, dos golpes de aquel garrote, quizá. Pero Kargor, que no había estado ocioso, cayó desde lo alto del talud sobre el troll.
-¡Arnor! -gritó mientras su mandoble se hundía en la carne del troll.
Éste, dividido entre los dos dúnedain, y atento a las flechas que impactaban contra él continuamente, no pudo hacer demasiado. Una estocada de Thorongil, un ligero corte, fue suficiente como para distraerlo y permitir que Kargor, tomando su arma con la técnica de la media-espada, atravesara a la infecta criatura.
Quisieron los Valar que, al caer el troll al suelo, se abrieran de nuevo las oscuras nubes, tornando carne sanguinolenta en roca.
Impresionados por lo que acababan de hacer (bueno, Kargor nunca admitiría ésto) los tres dúnedain entonaron una íntima y susurrada oración de agradecimiento mirando al Oeste.
Archet está muy cerca de Bree, a poco menos de 3 millas siguiendo el Camino Verde y luego internándose por una senda en el interior del ubérrimo bosque de Chet. Para unos montaraces, incluso novatos, fue un paseo matutino.
Una vez allí conocieron a un hobbit jovial que regentaba una taberna que resultó ser familiar del tal Manzano. Allí esperaron a que viniera del campo a tomar su segundo desayuno. Se presentaron, intentando ser amables, y consiguieron que un en principio arisco y luego más tratable hobbit les hablase del huargo.
Todo era verdad: Fungo Manzano cazaba en el bosque de Chet, siguiendo el rastro de un cervatillo, cuando un huargo enorme (qué no es enorme para un mediano, me pregunto) le salió al paso y se avalanzó sobre él. El hobbit soltó la flecha y ésta, guiada tal vez por el mismísimo Oromë, se incrustó en el ojo de la bestia, matándola al instante. Varios testigos acudieron, dando fe de todo, pero en menos de un par de horas la criatura se deshizo, dejando tan sólo hierba quemada. En aquella alegre taberna, a la clara luz del sol frío de finales de septiembre, era más fácil hablar, por lo que también se enteraron que no eran sólo huargos lo que se empezaban a ver por el bosque... otras criaturas terribles rondaban, llegadas tal vez del Norte. La palabra troll se oyó más de una vez. Los tres dúnedain decidieron ir al lugar del encuentro, con la esperanza de encontrar algún rastro.
En poco tiempo llegaron, y vieron sin lugar a dudas la tierra quemada en un claro, justo donde el hobbit les había dicho que estaría. Rastrearon la zona, y la fortuna del acompañó de dos formas: Thorongil encontró un par de plantas de athelas frescas, y un rastro, pero no de huargo... efectivamente, los trolls de Etten habían bajado hasta Chet.
Siguiendo el rastro dieron con un talud en cuya bajada había una pequeña cascada que daba a un riachuelo escuálido. Cerca se habría una entrada de roca, una pequena cueva en la que el rastro parecía acabar. Díndae miró al cielo: cerca de las cuatro de la tarde... Había tiempo.
Ni cortos ni perezosos recogieron leña seca y leña y hojas verdes, para hacer una fogata que expulsar mucho humo, con la intención de llenar la cueva y provocar que los trolls salieran al exterior. El truco funcionó en parte: un furioso troll de los bosques se perfiló más allá de la entrada. Thorongil, confiando en la luz diurna, se acercó a la entrada: una roca salió volando del interior y lo hubiera matado de no haber estado protegido por el escudo. Asombrado, se levantó del suelo mirando las tiras de cuero y astillas que colgaban de su antebrazo izquierdo, y rápidamente se apartó de la línea de tiro del troll. Arrojó su jabalina al interior, pero de nada sirvió.
Díndae, con la tranquilidad que el sol le proporcionaba, comenzó a disparar a voluntad su arco corto. De las ocho o diez flachas que usó, pocas consiguieron hacer mella en la enorma criatura. El tiempo pasó y, las flechas se tornaron de fuego (con tela y aceite) intentando hacer más daño al horrible ser.
Pero la oscuridad caía y las nubes la apoyaban. En un intento desesperado, y bajo la oscuridad que ahora lo protegía, el troll salió al exterior. Díndae lo asaeteó mientras Thorongil plantaba cara... ¿Cuánto podría resistir? Uno, dos golpes de aquel garrote, quizá. Pero Kargor, que no había estado ocioso, cayó desde lo alto del talud sobre el troll.
-¡Arnor! -gritó mientras su mandoble se hundía en la carne del troll.
Éste, dividido entre los dos dúnedain, y atento a las flechas que impactaban contra él continuamente, no pudo hacer demasiado. Una estocada de Thorongil, un ligero corte, fue suficiente como para distraerlo y permitir que Kargor, tomando su arma con la técnica de la media-espada, atravesara a la infecta criatura.
Quisieron los Valar que, al caer el troll al suelo, se abrieran de nuevo las oscuras nubes, tornando carne sanguinolenta en roca.
Impresionados por lo que acababan de hacer (bueno, Kargor nunca admitiría ésto) los tres dúnedain entonaron una íntima y susurrada oración de agradecimiento mirando al Oeste.
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